Si lo que define tradicionalmente a la filosofía es el discurso sobre el mundo, o un discurso sobre éste que sea lo suficientemente amplio como para fundamentar con cierto rigor la abstracción de la totalidad y poder hablar de ella, entonces resulta claro que actualmente nos encaminamos a una pérdida de esa definición filosófica, y que entonces sólo queda como tal una metafilosofía, una reflexión acerca de la propia filosofía que tiende a expandirse en dirección contraria a lo que tradicionalmente ha sido ésta.
En realidad, lo que hizo la filosofía fue abrir ya una brecha que no ha hecho sino hacerse cada vez más compleja, y que ha ido a la par con la propia complejidad del mundo humano en su evolución. La primera brecha es la ruptura con el mito o al menos con la tradición religiosa en Grecia; allí surge la doble dirección de un pensamiento que se adentra en sí mismo al tiempo que se aleja de lo doctrinario como tal, de aquel discurso que por su esencia es cerrado, monolítico. Ello comporta la fundamental paradoja de la filosofía: su intento por sustituir el discurso mítico o religioso al tiempo que concibe su trabajo como un ahondamiento progresivo e indefinido sujeto a un movimiento tendente a la verdad, que como progresión indefinida resulta cada vez más un límite en el horizonte que de todos modos es inalcanzable.
Verdad y trabajo en el ahondamiento son por ello los elementos que hacen de la filosofía una tarea paradójica. Pero mientras se mantenía cada vez más débil, y sin embargo, siempre igual de necesario, un concepto de la verdad, el trabajo del ahondamiento liberaba en el hombre una conciencia cada vez más compleja de su propio ser, una extensión del universo de la verdad que le iba a costar más trabajo sintetizar. El giro copernicano en filosofía introduce ese elemento de alejamiento que hace por segunda vez al hombre aún más solitario de lo que ya estaba; la revolución ilustrada rompe por segunda vez con la tradición, esta vez ejemplificada por la metafísica tradicional cuyo inaugurador desfasado era el gran especulador Aristóteles; y sin embargo no por ello el contenido de la filosofía era más claro. En realidad se caminaba por un peligroso margen que dio lugar a los más grandes de los escepticismos.
Aún cuando pareciera que ya no era posible desatar más cabos con relación a una tradición, entendida como una cosmovisión o explicación-comprensión de la totalidad de las cosas, todavía se logró un paso más con el ataque general al cartesianismo y al concepto del alma o de la conciencia como centro rector de la voluntad. Es verdad que la sociedad ha evolucionado también de manera más compleja; es imposible encontrar un centro teológico allí donde las estructuras sociales y sus jerarquías son cada vez más oscuras.
Parece por lo tanto que estos dos factores vayan parejos, y mientras una sociedad geográficamente delimitada y rigurosamente jerarquizada puede mantener su panteón de dioses y sus ritos reguladores, un mundo que se extiende separándose de sí mismo a cada paso sólo puede generar una desestructuración progresiva de todo tipo de doctrina o de comprensión global de la existencia. En efecto, la consecuencia de todo ello es el escepticismo con respecto del discurso filosófico entendido tradicionalmente. El filósofo ha desatado una caja de Pandora que necesariamente iba de la mano con las decisiones humanas en los terrenos más básicos de su organización vital. A medida que el hombre se aleja de su relación con el cosmos, y penetra en los fundamentos de su alma, también esta se le aparece como un objeto de cálculo que hay que superar; la penetración en los secretos del mundo se convierte paulatinamente en una disgregación de los conceptos que harían posible un discurso de ese mundo; del alma pasamos al cuerpo; del cuerpo, a los elementos que lo forman, y finalmente, a la pérdida de la palabra.
La imposibilidad de estructurar un discurso acerca del mundo no es, por ello, culpa del filósofo. Es que ese mundo del que los griegos querían encontrar la llave que lo abriera se ha convertido en una red infinita de relaciones impenetrables. Así como la galaxia está en constante separación de sí misma, así el universo mental de la conciencia tiene su propia disgregación. Quizás haya que pensar en que se ha hecho tarde ya para perseverar en el sentido tradicional del discurso filosófico.
En realidad, lo que hizo la filosofía fue abrir ya una brecha que no ha hecho sino hacerse cada vez más compleja, y que ha ido a la par con la propia complejidad del mundo humano en su evolución. La primera brecha es la ruptura con el mito o al menos con la tradición religiosa en Grecia; allí surge la doble dirección de un pensamiento que se adentra en sí mismo al tiempo que se aleja de lo doctrinario como tal, de aquel discurso que por su esencia es cerrado, monolítico. Ello comporta la fundamental paradoja de la filosofía: su intento por sustituir el discurso mítico o religioso al tiempo que concibe su trabajo como un ahondamiento progresivo e indefinido sujeto a un movimiento tendente a la verdad, que como progresión indefinida resulta cada vez más un límite en el horizonte que de todos modos es inalcanzable.
Verdad y trabajo en el ahondamiento son por ello los elementos que hacen de la filosofía una tarea paradójica. Pero mientras se mantenía cada vez más débil, y sin embargo, siempre igual de necesario, un concepto de la verdad, el trabajo del ahondamiento liberaba en el hombre una conciencia cada vez más compleja de su propio ser, una extensión del universo de la verdad que le iba a costar más trabajo sintetizar. El giro copernicano en filosofía introduce ese elemento de alejamiento que hace por segunda vez al hombre aún más solitario de lo que ya estaba; la revolución ilustrada rompe por segunda vez con la tradición, esta vez ejemplificada por la metafísica tradicional cuyo inaugurador desfasado era el gran especulador Aristóteles; y sin embargo no por ello el contenido de la filosofía era más claro. En realidad se caminaba por un peligroso margen que dio lugar a los más grandes de los escepticismos.
Aún cuando pareciera que ya no era posible desatar más cabos con relación a una tradición, entendida como una cosmovisión o explicación-comprensión de la totalidad de las cosas, todavía se logró un paso más con el ataque general al cartesianismo y al concepto del alma o de la conciencia como centro rector de la voluntad. Es verdad que la sociedad ha evolucionado también de manera más compleja; es imposible encontrar un centro teológico allí donde las estructuras sociales y sus jerarquías son cada vez más oscuras.
Parece por lo tanto que estos dos factores vayan parejos, y mientras una sociedad geográficamente delimitada y rigurosamente jerarquizada puede mantener su panteón de dioses y sus ritos reguladores, un mundo que se extiende separándose de sí mismo a cada paso sólo puede generar una desestructuración progresiva de todo tipo de doctrina o de comprensión global de la existencia. En efecto, la consecuencia de todo ello es el escepticismo con respecto del discurso filosófico entendido tradicionalmente. El filósofo ha desatado una caja de Pandora que necesariamente iba de la mano con las decisiones humanas en los terrenos más básicos de su organización vital. A medida que el hombre se aleja de su relación con el cosmos, y penetra en los fundamentos de su alma, también esta se le aparece como un objeto de cálculo que hay que superar; la penetración en los secretos del mundo se convierte paulatinamente en una disgregación de los conceptos que harían posible un discurso de ese mundo; del alma pasamos al cuerpo; del cuerpo, a los elementos que lo forman, y finalmente, a la pérdida de la palabra.
La imposibilidad de estructurar un discurso acerca del mundo no es, por ello, culpa del filósofo. Es que ese mundo del que los griegos querían encontrar la llave que lo abriera se ha convertido en una red infinita de relaciones impenetrables. Así como la galaxia está en constante separación de sí misma, así el universo mental de la conciencia tiene su propia disgregación. Quizás haya que pensar en que se ha hecho tarde ya para perseverar en el sentido tradicional del discurso filosófico.
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