El gran erudito iniciador del humanismo que fue Francesco Petrarca nos ha legado el mejor ejemplo de cómo una manía sin precedentes unida a una personalidad débil y contradictoria puede configurar una de las llamadas mejores épocas de la historia del hombre, el Renacimiento.
Toda la pomposidad de la cita textual, de la crítica de textos y de la erudición por la erudición ha sido la gran aportación de este poeta que medía con rigor matemático la longitud de sus versos. Con él se inicia la mentalidad propia de la modernidad, a saber, la debilidad en el juicio y la aplastante sensación de la ruina de una época que se divisa desde lejos.
Lo que mejor define a Petrarca es la contradicción: por un lado, la necesidad de cambiar el mundo colocando a Roma en el centro de la república mundial; por otro, la exasperante necesidad de regodearse en la melancolía propia del sabio que no ha experimentado la vivacidad de la existencia. Es bien sabida la historia del laurel en Petrarca; la obsesión por la fama y el deseo de imitación de los antiguos se lleva a aquel extremo donde la iniciativa del juicio se pierde y la individualidad del sujeto se convierte en puro humo. En Petrarca la adolescencia del pensamiento llega a su clímax; se trata del fenómeno del fan, que en su aún inmadura percepción de las cosas necesita disfrazarse de su héroe como medicina para curar la endeble configuración de su espíritu.
Toda la locura de un hombre que se hace colocar el laurel para imitar a sus héroes griegos y romanos, que en la insensatez propia de un espíritu irrealista es capaz de dar su beneplácito político a un visionario excéntrico como Cola di Rienzo, y que en sus poemas reconoce haber insertado inconscientemente citas de Cicerón o de algún otro filosofastro por el estilo, será paradójicamente la razón de una nueva época en la que un hombre asustado por la conciencia de saberse extraño proyectará su imagen hacia el infinito tomando como ayuda la labor indispensable de los antiguos maestros.
También en Petrarca hay una especie de decadencia del pensar, una mutilación de la imaginación que se ceba en el ejercicio acrítico de la erudición. Los griegos y los romanos usurpan el corazón de este hombre desequilibrado hasta el punto de robarle la dignidad y la autenticidad de un pensamiento propio. Su otro amor, Agustín, se sumará a este espectáculo irrisorio para colmar toda posible andadura en el terreno del pensamiento. La dura realidad política de su época le hará reflexionar y volverse sobre su propia alucinación en un ejercicio sistemático de melancolía. Nadie ha pensado el amor de forma tan abstracta como Petrarca. Nadie ha pensado la vida de forma tan alejada de su propia facticidad. El erudito se persigue a sí mismo en la fragmentariedad de sus imposibles poemas y en la imitación también imposible de una época perdida. Y sin embargo, con él ha nacido el humanismo.
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