Hegel estableció con precisión una idea de la que el hombre moderno ya nunca podría escapar: la noción del peregrinaje de la conciencia, del naufragar de un Ulises en búsqueda de una Ítaca que llevaba en su propio corazón. No había en este peregrinaje sino la propia interiorización de lo exterior, en la cual este Ulises comprendería el mundo que le rodeaba como su propia Ítaca, ante el cual él volvería a ser dueño y señor y protagonista, al que todos celebrarían como rey en su dramático pero victorioso regreso.
Pero las hazañas del espíritu hegeliano invocaron muy bien todos los fantasmas con los que la conciencia tiene que luchar, en un trabajo de discernimiento en el que siempre escapa la posibilidad de imputar a un ente aquello que no le pertenece; en definitiva, la conciencia se enfrentaría siempre a la duda de la localización correcta de sus límites, la roturación del suelo físico de la realidad.
Parece que no otra cosa tenían en mente los genios del convictorio de Tübingen, aferrados a una obsesión que alcanzaba el paroxismo y que recordaba muy bien las obsesiones propias de los psicóticos en su lucha por roturar su espacio físico; las rutas del Yo fichteano pretendían convertir la naturaleza en una mera resistencia de ese Yo, mientras Schelling se afanaba por adjudicar ese nuevo terreno a una entidad de mayor rigor y potencia. Sonaban los acordes del absoluto y el fondo sordo del abismo, y alguno recordó al zapatero visionario de Silesia.
No con menor sorna se reía un joven Schopenhauer cuando le ofrecía a Fichte un espejo para resolver el complicado laberinto del Yo. Pronto descubrió Schopenhauer que toda posición absoluta desde un lugar finito sólo podría existir a costa de soportar continuamente el peso extraño de lo otro. Pero entonces fue Hegel quien quiso convertir eso otro en un estadio que respetara la extrañeza primigenia del Yo frente a la realidad, para más tarde sintetizarla en su auténtica identidad.
Con todo, ¿qué ve la conciencia? Primero, sería conveniente distinguir la mera conciencia de la inteligencia; la conciencia como acto de constatación de un estado de cosas dado (que no se ha de confundir con el “estado de cosas” del filósofo analítico, sino más bien con una constatación en la que el pensador escucha la inmediatez de las cosas en lugar de hacerlas ajustar en un esquema racional), y la inteligencia como hipóstasis de un supuesto marco metafísico en el que todas las piezas de la realidad han de formar un puzzle inteligible; esta es la hazaña en la que Hegel fracasó, si es que debemos creer al espíritu de nuestro tiempo.
Pero la mera constatación de la conciencia, lo primero que ve toda la conciencia, es la mezcla indisoluble de las cosas; el paso propio de dar cuenta de la contradicción es sin embargo posterior, tan posterior como necesario, como necesaria es la construcción de un sistema metafísico en el seno del deseo del hombre, y que ha de ser respetado aún en cuanto sea sólo la forma de tal deseo.
Lo que ve la conciencia, por tanto, no es asimilable al arrebato místico de unidad con todas las cosas, precisamente porque tal unidad no existe en la naturaleza, porque tal unidad se parece más a la construcción metafísica de la realidad que a la constatación meramente primaria de la misma. Lo que ve la conciencia es un mundo en esencia mudo, y un observador (ella misma) que se encuentra solo en la sala del cinematógrafo. Su hazaña es comprender, y comprender significa no aceptar desde luego la constatación insuficiente de la verdad que ya conoce, (pues la conciencia conoce la verdad en toda su pureza), sino perseverar en la búsqueda de una unidad que postula como necesaria, y que es, sin embargo, imposible.
En la búsqueda de esa unidad la conciencia cifra la confianza en su capacidad, y sale de sí para hacer suya tal unidad buscada. Lo que la conciencia descubre al final de su recorrido, no es otra cosa que ella misma, pues ella misma en su unidad supone, significa, haber asimilado la exterioridad que se opone a su propia autoconciencia. Recorrer ese camino (necesario, imposible), y alcanzar la exterioridad equivale por tanto a la identidad, a la plenitud, de la conciencia consigo misma.
Pero las hazañas del espíritu hegeliano invocaron muy bien todos los fantasmas con los que la conciencia tiene que luchar, en un trabajo de discernimiento en el que siempre escapa la posibilidad de imputar a un ente aquello que no le pertenece; en definitiva, la conciencia se enfrentaría siempre a la duda de la localización correcta de sus límites, la roturación del suelo físico de la realidad.
Parece que no otra cosa tenían en mente los genios del convictorio de Tübingen, aferrados a una obsesión que alcanzaba el paroxismo y que recordaba muy bien las obsesiones propias de los psicóticos en su lucha por roturar su espacio físico; las rutas del Yo fichteano pretendían convertir la naturaleza en una mera resistencia de ese Yo, mientras Schelling se afanaba por adjudicar ese nuevo terreno a una entidad de mayor rigor y potencia. Sonaban los acordes del absoluto y el fondo sordo del abismo, y alguno recordó al zapatero visionario de Silesia.
No con menor sorna se reía un joven Schopenhauer cuando le ofrecía a Fichte un espejo para resolver el complicado laberinto del Yo. Pronto descubrió Schopenhauer que toda posición absoluta desde un lugar finito sólo podría existir a costa de soportar continuamente el peso extraño de lo otro. Pero entonces fue Hegel quien quiso convertir eso otro en un estadio que respetara la extrañeza primigenia del Yo frente a la realidad, para más tarde sintetizarla en su auténtica identidad.
Con todo, ¿qué ve la conciencia? Primero, sería conveniente distinguir la mera conciencia de la inteligencia; la conciencia como acto de constatación de un estado de cosas dado (que no se ha de confundir con el “estado de cosas” del filósofo analítico, sino más bien con una constatación en la que el pensador escucha la inmediatez de las cosas en lugar de hacerlas ajustar en un esquema racional), y la inteligencia como hipóstasis de un supuesto marco metafísico en el que todas las piezas de la realidad han de formar un puzzle inteligible; esta es la hazaña en la que Hegel fracasó, si es que debemos creer al espíritu de nuestro tiempo.
Pero la mera constatación de la conciencia, lo primero que ve toda la conciencia, es la mezcla indisoluble de las cosas; el paso propio de dar cuenta de la contradicción es sin embargo posterior, tan posterior como necesario, como necesaria es la construcción de un sistema metafísico en el seno del deseo del hombre, y que ha de ser respetado aún en cuanto sea sólo la forma de tal deseo.
Lo que ve la conciencia, por tanto, no es asimilable al arrebato místico de unidad con todas las cosas, precisamente porque tal unidad no existe en la naturaleza, porque tal unidad se parece más a la construcción metafísica de la realidad que a la constatación meramente primaria de la misma. Lo que ve la conciencia es un mundo en esencia mudo, y un observador (ella misma) que se encuentra solo en la sala del cinematógrafo. Su hazaña es comprender, y comprender significa no aceptar desde luego la constatación insuficiente de la verdad que ya conoce, (pues la conciencia conoce la verdad en toda su pureza), sino perseverar en la búsqueda de una unidad que postula como necesaria, y que es, sin embargo, imposible.
En la búsqueda de esa unidad la conciencia cifra la confianza en su capacidad, y sale de sí para hacer suya tal unidad buscada. Lo que la conciencia descubre al final de su recorrido, no es otra cosa que ella misma, pues ella misma en su unidad supone, significa, haber asimilado la exterioridad que se opone a su propia autoconciencia. Recorrer ese camino (necesario, imposible), y alcanzar la exterioridad equivale por tanto a la identidad, a la plenitud, de la conciencia consigo misma.
2 comentarios:
pensaré en ello... te escribiré... no sé, se me ocurre que todavía estamos en un estadio en el que damos demasiada importancia al ensamblaje de fragmentos, de unidades fragmentarias... en el fondo un tropismo de un mal/bienestar melancólico... ¿Y si ya todo fuera polvo y humo; no hubiera fragmento que recolectar ni arquitectura que restaurar?... pensaré en ello... Gracias por tu generosidad intelectual... Un saludo... pau
Hola, Pau.. si, tienes razón en lo que dices..es dificil escapar de ese ensamblaje, porque nos hemos quedado sin discursos universales sobre el sentido ds cosas. Pero creo que debemos insistir, agotar el fragmento, hasta dar con otra cosa que hasta el momento desconocemos. Saludos!!
Publicar un comentario