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miércoles, junio 04, 2008

El Olvido (extracto de un proyecto)

Esta ley elemental es la que se impone sobre la singularidad de la especie humana: la ley del olvido de la historia, de la constitución misma del hombre. Y se impone sobre una especie humana hecha singular porque la especie misma aparece como inocente frente a su propia historia, como incapaz de concebirse a sí misma y como sometida al flujo histórico que zarandea los pilares y fundamentos de su propia constitución. La especie humana se identifica con el singular en la medida en que ambos se hallan abiertos a ese olvido que afecta por igual a uno y al otro: al hombre individual con respecto de su propia historia, a la especie humana con respecto de la historia universal. En la finitud y muerte de los instantes que forman la experiencia vital del hombre éste va olvidándose de su pasado y se enreda en un presente que siempre se le escapa. En la finitud y muerte del género van reemplazándose los individuos generación tras generación rompiendo con el marco primordial desde el que pudieran comprender su propio mundo. Es así como el mismo mundo se pierde de continuo e ingresa en el olvido; cómo en ese olvido toma distintas formas y apariencias en las que se destruye, y cómo al final es preciso acudir a la idea de la futilidad del devenir. En el establo de la Historia se descuartiza el hombre, en la soledad del individuo se va perdiendo de continuo el sentido de su esencia.

El olvido de los trascendentales es al mismo tiempo un trascendental. La posición física misma de las cosas obliga a suponer como necesario un olvido fundamental, que aparece con la sucesión indiscriminada de las muertes de los ejemplares y el relevo generacional. La vida aparece así como la utilización por un demonio maligno de las apariencias con las que se revela. El sentido mismo se evapora en la sucesión de los instantes, y la posibilidad del absoluto se disuelve por las peculiares condiciones trascendentales de los sujetos, entre las cuales figura como esencial su propio olvido. El olvido es manifiesto desde las más sencillas operaciones de conciencia hasta los más grandes procesos históricos.


La posibilidad de actualización del espíritu está estrechamente ligada a ese olvido- es su condición. Y mediante ese olvido se asegura la imposibilidad de remachar lo que aparece como problemático- pues queda hundido en las condiciones trascendentales mismas que permiten la aparición de lo existente-. Por eso el recuerdo aparece fundamentalmente como nostalgia. Lo perdido no es lo olvidado en alguna época remota del ser- como en Heidegger-, sino que es un olvido continuo de lo que continuamente es actualizado. El olvido es la materia misma que estructura la necesidad y la une a la imposibilidad.

El olvido surge como olvido del discurso- y finalmente, como multiplicación de las apariencias, como imposibilidad de reunión de los elementos mismos del discurso-. También nosotros como individuos singulares nos perdemos en nosotros mismos, nos olvidamos. Nuestro recuerdo se vuelve nostalgia cuando en algún lugar recóndito de nuestra alma sospechamos las viejas leyes que forman nuestro espíritu, enterradas bajo el tránsito de la cotidianidad y el barro de la historia. El recuerdo se cifra como nostalgia de algo perdido irremisiblemente, que supera las determinaciones del espacio y del tiempo. Pero en la medida en que el mundo viene a la existencia, está ya perdiéndose en ella. No hay tiempo pasado que a la vez no se olvide ni se pierda en la actualidad inconsciente del espíritu.

domingo, mayo 18, 2008

Cuerpo y alma (extracto de un proyecto)

El cuerpo es una positio, un hecho natural que se corresponde con los hechos que encontramos en la naturaleza inmediata. En ese mundo natural, lo esencial como manifestación directa en relación con el espíritu es el silencio, la ausencia de lenguaje. Nuestro cuerpo pertenece a esa letanía de categorías en las que toda la diversidad animal se encuentra- con la consiguiente paradoja implícita en esa diversidad, a saber: que lo animal en su diversidad cae inmediatamente bajo el dominio de lo estático en mayor medida en que la individualidad del espíritu cae bajo su acción y voluntad-. Lo que corresponde a la naturaleza es la falta de historicidad, y justo allí donde ella misma aparece como una fuerza en devenir, es también donde, a causa de esa falta de historicidad, el devenir natural deviene estático y adquiere su particular en sí o esencia como regularidad administrada por las leyes naturales mismas. En esta legislación y en la carencia de voluntad que la domina adviene la tendencia a la estatización de los cuerpos, a la adquisición de una forma ontológica determinada que entra en el dominio del ser puro.

La ley natural, como toda ley, regula los ciclos del devenir y al insertarlos en su legislación los expulsa de la fiereza del devenir. El devenir salvaje se presenta no obstante en el discurso humano mediante la figura de la historicidad; sin historicidad el devenir se sujeta a las leyes universales reguladas por la naturaleza. Por eso el devenir animal viene a ser un devenir-lógico en la figura establemente dada del ser natural. Inserta en la regularidad de los ciclos, la naturaleza está desprovista de los riesgos del mero devenir. Su movilidad esencial no contradice la implicación ontológica en la que se forma, a la manera de una lógica interna que no obstante ejerce su control desde la exterioridad de los seres particulares. De este modo, el cuerpo también se halla preso de la necesidad, y su devenir aparentemente salvaje es sólo el recorrido interno de la lógica natural desarrollándose en sí misma. Este para-sí de la naturaleza recorrida nunca deja de ser un mero en sí: pues no hay procesos naturales cualitativamente superiores que al mismo tiempo no impliquen una apertura a la conciencia. Y la apertura a la conciencia significa también el fin mismo de la naturaleza, pues con la conciencia comienza la pura historicidad.

El cuerpo es por tanto una naturaleza muerta, un devenir transido o atravesado por una estructura dada que encierra lo meramente vivo en las cláusulas de la legalidad natural. Cuando observamos nuestro cuerpo, observamos la propia muerte en la figura de su idealidad. La carencia de espíritu es la forma con la que la naturaleza toca los dedos de la muerte, mientras el devenir fiero del espíritu es el contacto de éste con la muerte. La muerte es en todo caso aquella universalidad que concierne a lo que no es ella misma y que lo sella con su fatal necesidad. En la positio del cuerpo el espíritu arrojado al devenir fiero encuentra un obstáculo irrebasable, en la medida en que esta ajenidad se vuelve suya: el cuerpo aparece como lo ajeno de uno mismo, y el impulso del espíritu será conservar en su dominio la mera exterioridad de sí, es decir, su propio cuerpo. Pero la legalidad natural del cuerpo impide tal reconciliación. La legalidad natural aplicada al espíritu humano significa, simplemente, la muerte del espíritu. La reconciliación de éste con la naturaleza se produce en el dominio metafísico de la muerte. Pues la muerte es la única estancia que puede convertir en positio el espíritu, convertir el espíritu en mero cuerpo. La vitalidad de la naturaleza es por tanto ya siempre un estado continuo de muerte, justo en la medida en que su propio devenir se halla regulado por una legislación natural a-histórica. La naturaleza es exterior a la vida tal y como se halla hundida en el espíritu del hombre; pues la vida como totalidad es en el hombre nada más la figura de un impulso que no tiene correspondencia con lo material y fenoménico que aparece en los estados de cosas mundanos.

Lo vivo natural es para el hombre la anestesia de una vida sin espíritu, que equivale a la muerte. Las doctrinas místicas del alma comprendieron que la reintegración del cuerpo al alma suponía la reintegración misma de la muerte en su contacto con el alma. Por dos razones el cuerpo y la materia se fusionaban con la muerte: por su condición ontológica estática, y por su precariedad vital. Lo vivo supone la muerte- dice Hegel-; vivir supone perecer. Pero ello se halla fuera de las exigencias del espíritu, que contiene en su esencia la figura de un ser en actividad vital y al mismo tiempo eterna. Algo paradójico que redescubre la esencia misma de ese impulso metafísico: su necesidad y su imposibilidad como parte del todo de la figura- como movimiento esencial mismo que nos puede hacer comprender el rostro de esa figura en el centro de su incomprensibilidad-.

martes, mayo 13, 2008

La realidad animal (II)

El pensamiento discursivo es el éxtasis de aquel que, continuamente bañado en sus excesivas y confusas percepciones, es incapaz de tolerar ese transcurso indefinido a través de los pliegues de una realidad puramente animal; de este rutinario sucederse en el que la experiencia del devenir es la auténtica experiencia, emerge como una luz de ese fondo ilegible la ley del pensamiento, la palabra que cobija al desmembrado, y le da un camino para andar, una muleta con la que aferrarse aún en la fragilidad y la precariedad.

La entrada en este mundo es completamente pletórica. El mero problema es la sustancia en la que debe naufragar el aprendiz de pensador para trabajar su propia esencia; el trabajo hace su cuerpo, compone sus circunstancias, le otorga un alma. Este primer movimiento es, pese a ello, breve e inútil. Más tarde sobreviene la angustia propia del pensar, el sentimiento de hallarse cerca de una incierta trascendencia- pero una trascendencia que no salva al hombre, que no lo pone en contacto con lo sagrado, sino que, por el contrario, lo conmina a la disolución, haciéndole más y más miserable-.

Lo sagrado es el punto de relieve en el que el aprendiz se enfrenta a su propia estupidez. Lo que él llamaba trabajo-el trabajo de lo negativo- y le daba una existencia firme, es una caída sin límites en la nulidad más espantosa. Pero en esa nulidad consigue evitar el descenso infernal a la realidad animal, evitando momentáneamente el silencio. El silencio es la condena del aprendiz, es quizás, la mayor amenaza y la más obscena mortificación a la que puede someterse. Y sin embargo, la conciencia del trabajo como algo absolutamente negativo sigue siendo perfecta obscenidad. Porque cuando esa huida al mundo preciso de los pensamientos se pone como lucha contra la realidad animal, el alma sigue siendo recorrida en todos los momentos de su desarrollo por la certeza de su culpabilidad. En el pensamiento el hombre no resuelve, no desarrolla nada, sino que se embriaga en la certeza de su propia insignificancia y así evita el silencio que le amenaza con la disolución. Tal disolución puede ser la evaporación total de su alma o la claudicación en las redes de la legalidad social y familiar. Ambas forman el contorno del silencio y el cierre total del pensamiento.

No se puede obviar la obscenidad del pensamiento. Lo extático- entendido como la superación del saber en la conciencia de la disolución misma de los límites humanos, como en Bataille- es nada más el goce insensato en la vorágine misma del elemento del pensamiento como finalidad misma del pensamiento. En esta vorágine la voluntad de verdad se corrompe y la voluntad de poder se hace ciega a sí misma. Pero cuando la medida y la ley que amedrentan al aprendiz se elevan sobre él con la figura del silencio, la mera emergencia al nivel del pensamiento es para aquél un éxtasis insuperable. El pensamiento se convierte en éxtasis y la mera existencia en el transcurso cotidiano de lo que está destinado, tarde o temprano, a desaparecer.

jueves, mayo 08, 2008

La realidad animal

La obra literaria es excepcional dentro de las acciones y producciones humanas. Las obras artísticas resaltan como puntos brillantes en mitad del océano de las vidas de los hombres, pero su brillo es breve en relación con la inmensidad de sus instantes vitales, y el hecho mismo de que la obra trascienda la vida del autor es prueba de la diferencia radical entre la obra y la existencia misma, que ha de acumular grandísimos esfuerzos para dar apenas unas migajas de arte.

En la obra de arte está condensado un mayor sentido de la vida que en el mero pensamiento discursivo sólo se halla como semilla y potencialidad. La obra literaria aparece como una intensificación del significado que recorre los instantes del pensamiento discursivo y del lenguaje. Pero este pensamiento, esta corriente de sentidos y articulación de sonidos que es el lenguaje, es a su vez un pliegue de la realidad, en concreto el pliegue en el que el hombre accede a la existencia en su sentido más pleno.

La palabra exige esfuerzo. Las artes literarias demuestran este hecho mediante la manifestación de su difícil estructura. La palabra poética exige más esfuerzo en cuanto que pretende alcanzar un mayor significado, y ese esfuerzo es la contraposición de una potencia que se le opone, y que consiste en el pliegue de la realidad en su cara más nefasta: el silencio. De este modo, toda palabra, ya sea en su dimensión de acontecimiento discursivo o de realización estética mediante el arte, está en lucha con el silencio, y en esa medida, con la locura. Pues la realización artística, como intensificación del sentido implícito en el pensamiento discursivo, busca el logro de una más alta coherencia, que se impone frente a la locura en su estadio ideal: el silencio.

Pero este silencio es la potencia que forma a su vez la vida de los hombres; ese telar de emociones y estados, necesariamente abstractos, que no se siguen consecuentemente, y que se acumulan en una densidad intangible, de la que brota milagrosamente la lengua, estabilizando el espíritu en un ámbito de claridad insuperable: la comunidad, la comunicación, el lenguaje, la sociedad. Cuando la lengua perece en esta mole primigenia, en la que los sentidos quedan anulados frente a la intensidad del silencio, entonces es que el espíritu mismo se halla sumergido en la animalidad de la realidad, ese otro pliegue de lo real donde la palabra es solamente un peldaño ya hundido ante la brutalidad de la tormenta. La claridad semántica y metafísica de la palabra ha quedado ya borrada por una intensidad metafísica sin límites, en la que el espíritu se convierte en mero espectador ante la furia incontenible de ese silencio que lo descuartiza.

La realidad en su pura animalidad, en su ausencia de lenguaje, aparece al espíritu como el auténtico mecanismo en el que la realidad misma se manifiesta en su intimidad más esencial. La realidad animal es aquella en la que el hombre aparece como desprovisto de lenguaje, hundido en la espectralidad de su espíritu, frente al cual el silencio aparece como la más fuerte de las realidades. Es también la realidad de la locura, aquel pliegue en el que lo pensable y lo decible se vuelven meros espectros de un fluido homogéneo, absoluto, despotenciador de todo acto creador. El silencio que convierte al hombre en un alma sin espíritu es al mismo tiempo el que hace tangible la precariedad del lenguaje. La palabra requiere esfuerzo porque no es otra cosa que el intento desesperado del hombre por no quedar recluido en esta realidad animal erigida sobre un eterno silencio.


miércoles, abril 09, 2008

La mala trascendencia

La supuesta superación de todo lo divino en el mundo ha conducido a lo que podría llamarse una mala trascendencia. Esta trascendencia tiene como peculiaridad la negación de los “estados de cosas”, de los hechos en su fría objetividad, de la supuesta claridad y ordenación de los objetos en el mundo, ideal nunca cumplido del filósofo analítico. La trascendencia no es ahora la esperanza del sentido, sino la ocultación del enigma, un enigma que ahora tiene un contenido cuanto menos temible, en la medida en que moviliza fuerzas que escapan a nuestro control.

El resultado inmediato de esta movilización oscura, de ese mecanismo que queda al margen de las decisiones del hombre cotidiano, es la propagación del error y la sospecha, en definitiva, la proliferación y la invitación a un comportamiento paranoico cuyas soluciones ya pone en marcha la propia máquina que se aprovecha del enigma. El enigma, en definitiva, no lo crea la máquina que se oculta tras el espectáculo de los meros estados de cosas del mundo, sino que más bien es un efecto lógico de la creciente complejidad del sistema, de la progresiva mutilación de los centros de sentido que crean como consecuencia el doble vínculo de la necesidad/posibilidad de ver en cualquier hueco la presencia fantasmática de aquello que ha desaparecido.

Pero es con la puesta en escena de la misma sospecha como comienza el espectáculo de la confusión. La sospecha misma es un síntoma de locura, pero un síntoma que obedece a una situación que comienza a mostrarse en toda su duplicidad, en toda su oscuridad. La cuestión de si detrás de la máquina hay un centro de sentido consciente inspira toda la trama novelística de la literatura de masas contemporánea. La cuestión de una fuerza consciente tras el entramado maquínico que nos sobrevuela puede o no puede ser de hecho una realidad, y puede o no puede interesar a la supuesta fuerza conspirativa. Pero lo que es un hecho es que el desplazamiento de los centros de sentido, la aniquilación de los centros de sentido, ha dejado un fantasma en el que todos estamos dispuestos a ver una fuerza de esa maquinaria que no podemos comprender.

La complejidad del sistema se ha convertido en una especie de invitación a la locura, a la especulación ilimitada. En este mundo, cualquier cosa es posible, cualquier conspiración es posible. Y es posible porque no podemos dejar de ser conscientes de que ha de haber algo implicado en la trama que desconocemos, porque nuestra ilusión de ver sujetos por todas partes se ha multiplicado con la ausencia propia de sujetos. Pero el estado de cosas actual obliga a considerar la duplicidad del pensamiento paranoico: como necesario y como paranoico, pues la estructura del sistema invita a ese pensamiento, es más, hace que su posibilidad entre dentro del dominio de lo razonable.

El hombre contemporáneo ha perdido el dominio que el moderno tenía sobre el mundo. La burocracia kafkiana de la descentralización maquínica ha inaugurado el dominio de un algo del que no conocemos ni sus deseos, ni sus intenciones, ni su sentido. Ese algo es una central activa de producción paranoica, donde las peores sospechas tienen su sentido y se imponen a veces como necesarias. Con la pérdida del dominio del mundo, el hombre ha dejado también de dominarse a sí mismo. Su decisión queda mutilada por el avance anónimo de una maquinaria que siempre le supera, y que oculta su identidad. Así es como el nuevo dios de esta época se ha hecho inmanente: un Jesucristo sin rostro, que amenaza en la oscuridad con movimientos que sólo podemos suponer. El enigma ha bajado de los cielos para inquietarnos en el lecho caliente del hogar.

sábado, abril 05, 2008

Antinomias de la revolución

Nos preguntamos si es posible una revolución. Nos preguntamos qué puede significar hoy el término revolución, si es que puede significar algo, y hasta dónde estamos éticamente implicados en la seriedad de su consideración y dónde tal seriedad deja de ser efectiva para convertirse en una mala comprensión de la actualidad. Y por último, hemos de preguntarnos si es posible la transformación de la realidad.

Cuando en el siglo XIX Kierkegaard afirma, con razón, el giro político del pensamiento, existe un núcleo de filósofos que se disputan las cenizas del sistema hegeliano; lo que llevan a cabo estos filósofos es la consideración de una praxis implícita en el sistema de Hegel que éste no podía haber llevado a cabo por sí mismo. Y de entre las cenizas de los neohegelianos se levanta la cabeza de Marx. Pero Marx mismo es hegeliano, y las sombras del sistema idealista aún acampan en el exterior de las filosofías de los más diversos autores, entre ellos el propio Kierkegaard.

La proposición de Marx es absolutamente jánica: allí donde afirma la posibilidad de la transformación de la realidad asume al mismo tiempo la necesidad del cambio: la propia necesidad adquiere la forma de la ley lógica, y el cambio pasa de ser utopía a convertirse en ciencia. Por supuesto, el sujeto universal no se destruye, queda intacto: ahora se trata de la clase proletaria, el protagonista que el Mesías ha elegido para la transformación del mundo. Lo que se supone transformación del pensamiento en praxis en Marx tiene un peso metafísico insoslayable; pero al mismo tiempo, tiene todo aquello sin lo cual no podría haber efectividad real de un ideal, a saber, la conservación del sujeto en sentido fuerte y la afirmación histórica de la necesidad.

Hoy el sentido de la revolución ya no puede invocar los antiguos dioses, pero mucho menos pretender una efectividad sin la trasposición de sus rituales. Lo que falta hoy en el sentido originario de revolución como emancipación es precisamente lo que provoca el rechazo más amplio de la cultura democrática. Pero la consideración de una conservación inédita del material revolucionario pierde sentido apelando a formas ideológicamente débiles que son el producto aún informe de la cultura postmoderna, que carece de fuerza debido a su juventud y a la dificultad en la que se encuentra tras haber abandonado la concepción moderna del mundo.

Lo que el revolucionario actual no quiere de todos modos es una vuelta a estructuras metafísicas fuertes (lo que en la cultura democrática se consideraría una potencia fascista), pero al mismo tiempo confía en su efectividad (no desde luego ya a la manera marxiana del desarrollo dialéctico de las leyes históricas). ¿Dónde queda, por tanto, la legitimidad del revolucionario postmoderno? ¿Qué sentido tiene hoy el socialismo? ¿Es posible una revolución? ¿Qué revolución?

El malestar de la sociedad actual, un malestar no precisamente nuevo, pero no por ello menos importante, ha generado sin duda nuevas líneas de fuga que de algún modo podríamos llamar revolucionarias. Pero la cultura postmoderna es demasiado joven como para poder aunar en su pecho el capital de fuerza suficiente como para una unificación de las fuerzas y, al mismo tiempo, aceptar una transformación proveniente de este cúmulo de apocalípticos consistiría en una total distorsión de lo que hemos entendido hasta ahora como revolucionario.

Si la palabra revolución hace referencia a una simple transformación, entonces todo modelo político alternativo al dominante será revolucionario. Si, por el contrario, quiere ser una forma concreta y determinada de actuación, no podrá subestimar sus fundamentos metafísicos. En cualquier caso, la consideración actual de lo revolucionario se envuelve en la ambigüedad propia de quienes están arrojados de sus raíces, inmersos en un movimiento total que lleva la batuta en la consideración predominante del sentido. Después y bajo el calado de esa experiencia, hablar de revolución y al tiempo no caer en la ingenuidad se convierte en una tarea laboriosa por todo aquel que piense que algo así es aún posible.

domingo, marzo 30, 2008

La fe fundamental

“No hemos alcanzado nada, porque nos hemos olvidado de ser Todo”. Así habla Emanuele Severino, uno de los filósofos más originales con los que nos podemos topar en esa marisma casi homogénea de la filosofía contemporánea. La propuesta de Severino adquiere una radicalidad insólita al tiempo que demuestra una creatividad poco común entre los filósofos de nuestra época.

Con especial atención al problema del lenguaje y a la idea moderna de que el sentido profundo de las palabras hay que buscarlo en sus raíces, Severino toma de Heidegger el método y de Nietzsche uno de sus mayores descubrimientos, el concepto de voluntad de poder, al mismo tiempo que se enfrasca en la problemática actual del nihilismo; pero todo ello fuera de las coordenadas de los autores contemporáneos, fuera de las habituales soluciones y alternativas a la pregunta que el nihilismo nos formula.

Lo que hace de la propuesta filosófica de Severino algo inverosímil es sin embargo lo que mayor valor le da a su filosofía: la consideración de que la antigua tesis del devenir de las cosas no es algo patente, sino una mera fe que ha consolidado las entrañas del pensamiento filosófico de Occidente. Con esa fe en el devenir ha crecido la semilla de la locura en Occidente, al elegir el camino de la noche de Parménides, el autor que siembra ambas semillas, la de la locura (el camino de la noche, que ha sido la elección de Occidente, y que se centra en la tesis de que los entes no son), y el de la Alegría (camino por cierto nunca seguido por ninguna cultura conocida, pues tampoco Oriente ha tomado la opción correcta).

La idea de que los entes salen de la nada y vuelven a la nada: para Severino ésta es la idea que ha guiado el pensamiento de Occidente, en la forma de suponer como evidencia lo que es meramente una fe; una evidencia que se quiere evidencia, porque- y he aquí el enlace inmediato con el nihilismo- esa suposición permite la voluntad de dominio sobre los entes, su apropiación por el hombre que en la época contemporánea- y he aquí de nuevo su terreno común con Heidegger- viene representada por el predominio de la ciencia y de la técnica.

Severino da un paso más atrás en la búsqueda del “corruptor” de la civilización: si para Nietzsche era Sócrates y para Heidegger Platón, Severino se sitúa en Parménides como el pensador ambiguo que de forma indirecta introduce una sospecha que en Empédocles ya es completamente obvia: para Severino la tarea de Empédocles es enorme, pues debe admitir la eternidad del mundo al tiempo que la evidencia del devenir de los entes. El camino de la Alegría predicado por la inmutabilidad del mundo se ha abandonado ya demasiado pronto, en la forma de un niño no nacido.

Es fácil considerar el problema con el que se enfrenta Severino, parecido al de aquellos griegos que pretendían negar el movimiento. Pues no otra cosa hace Severino; su propuesta es atractiva en la medida en que aparece como cuasi imposible. La tesis retorcida de Severino es considerar el devenir como una fe; pero lo que hace Empédocles no es sino escribir la gran verdad del mundo que al hombre ya siempre debe haberle parecido como una evidencia; no es que se haya construido una fe como si fuera una evidencia, sino que la evidencia como tal es insoslayable.

De vuelta a los inmutables y eternos, y a la pretensión de que todas las cosas están unidas en un Ser absoluto y pleno, sin orificios, a Severino le toca demostrar que el devenir de las cosas es un pensamiento no probado en beneficio de aquel que parece completamente improbable: la verdadera fe es aquella que quisiera esconder una verdad primigenia bajo la excusa de su ocultación por una demasiado humana voluntad de poderío.