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martes, enero 25, 2011

Fragmento del proyecto Swank (II)

Confío en vosotros, los jóvenes de espíritu, que conocéis, tenéis llena la testa de valiosa información y no teméis la odiosa autoridad. Por eso doy por supuesto en vosotros una serie de conocimientos filosóficos y científicos, y me permito apelar a ellos para animaros en la búsqueda de la virtud.

Digo todo esto porque me enerva escuchar a vuestros catedráticos. Una de las cosas que la universidad ha expandido como un virus mortal es la creencia en que hay que ponerlo todo en duda, en que hay que cuestionar las opiniones recibidas. Lo que parece en principio un acto natural de la razón deviene, poderosamente calculado, en falta atroz. Muchos de vosotros habéis sido ahogados bajo esas garras, pero lucháis ansiosamente porque algún otro ponga en evidencia esta fatalidad que se quiere hacer pasar por gracia. Pues, precisamente, ¡Maldita la gracia! Yo os diré lo que hay que hacer.

Primero, desconfiar de esa puta llamada duda. Nada más fatídico. Vuestros catedráticos os hablarán de la sospecha, de la puesta en cuestión de toda idea, con lo que ello significa: la pérdida de confianza en lo que nos rodea, la incapacidad de asir con fuerza la materia. El profesor sospecha de la autoridad, el paciente del médico, el vecino del vecino. Como todos miran con tres ojos la silla que hay enfrente suya, ya nadie puede afirmar con seguridad qué es lo que sabe. Prefiero un solo conocimiento seguro a mil conocimientos dudosos. Y ahora lo único que poseemos son conocimientos dudosos.

¿Os dais cuenta de la grave amenaza que supone todo esto? El joven de otro tiempo tenía menos fuerza, estaba más debilitado a causa de la escasez de sus alimentos y la oscuridad de su época, pero mantenía con vigor la certeza en su convicción. El joven de hoy, más mimado, más ducho en los placeres del conocimiento, desconfía sin embargo de su propia sombra, mira debajo de la cama antes de acostarse y reza con “quizás”. Este quizás no es un quizás positivo, sino la ferviente desconfianza hacia las cosas que debe conocer, su recelo y su apatía puramente patológicos.

Pero es que tampoco hay nada tan dulce como darse al placer de la duda. Nos sitúa convenientemente en aquel lugar en el que uno siempre es juez y no juzgado, nos absuelve de nuestras obligaciones y nos viste la toga de esa sombra que solo diagnostica, sin atreverse a actuar. La duda dirige un dardo hacia el centro de la autoridad, socavando toda pretensión de solidez. Con ello, el joven queda al margen, pero al precio de poner continuamente una venda a ese abismo de dolor que ha abierto con su gesto negligente.

La duda es catastrófica. La duda permite replantearse si el hombre acaso sea la creación más bella de la naturaleza, y no quizás el pelícano. La duda convierte el blanco en negro, y a ambos en el gris, color de la pura indeterminación, de la incapacidad cognoscitiva para aprender la realidad. La duda es el porvenir de los pelícanos; la convicción, el futuro del hombre. Ahora yo os pregunto, ¿Queréis servir a un esclavo? Pues la duda se convierte en patrimonio del débil y cabalga sobre los hombros de los siervos, mas la afirmación pone la mano sobre el mundo y lo moldea a su forma.

Ahora que sabéis, ahora que poseeis en vuestras manos el báculo de la información, es más fácil que antes poner todos los medios para modificar las cosas. Y para ello necesitáis volveros hacia la confianza humana, a fin de evitar los peligros que quieren arruinar a nuestra especie. Olvidaros de esa lacra llamada pensamiento. No necesitamos pensadores, sino actores. La materia nos llama desde su oscura nulidad y pide a gritos manos que la azoten, que la organicen, que la lleven a donde quiere ir: la luz meridiana de la afirmación, la luz del mediodía. Y que los profesores vuelvan a sus cuevas.

domingo, enero 16, 2011

Anonymous y similares.

Algo comienza débilmente a iluminarse en el horizonte de la emancipación. Este concepto, sospechoso de pertenecer a una ya caduca interpretación materialista del devenir humano, que confiaba todavía en una especie de sujeto con propósito y conciencia, toma de nuevo el papel de un cierto protagonismo en nuestro tiempo, bien que ya alejado de toda construcción sistemática. Nuevas acciones contra el status quo, una especie de concienciación global sobre los desperfectos morales y sociales ocasionados por la ideología del neoliberalismo económico, comienza a brotar con fuerza.

Dos características, a golpe de vista, distinguen estos movimientos, a los que podríamos añadir una tercera. La primera, su simpleza dogmática. Frente a la erudición propia de los teóricos, que se deriva de una especialización inevitable a la hora de administrar el conocimiento, se elevan propuestas firmes y concretas, ya olvidadas bajo el polvo de las tesis doctorales, y que aluden a una urgente rehabilitación de la dignidad humana. Grupos como Anonymous luchan por los derechos humanos en internet, se organizan según estrategias concretas que eluden los altos vuelos teóricos, ridiculizando en gran medida el apoltronamiento de los eruditos en sus cada vez más abandonadas universidades, ocultos en la mediocridad de sus cargos; el anónimo no coincide con su vecino en los fundamentos teóricos más elevados, pero no le hace falta: se une a él cuando de lo que se trata es de reivindicar una injusticia y un abuso.

La segunda característica, podríamos afirmar, es su descentramiento. Esta característica no es, desde luego, propia únicamente de grupos como Anonymous; caracteriza también a los movimientos revolucionarios antisistema y a las estructuras terroristas del fundamentalismo islámico. Pero ilumina una cuestión: que en nuestro siglo XXI, es imposible ya pensar en una estructura monocéntrica y con sujeto perceptible. Una tesis de la filosofía postmoderna de la que Anonymous parece ser más que consciente: en su organización no se permite ningún líder, todos marchan en sus manifestaciones con máscaras y organizan sus acciones de forma local y concreta. La acción no es largamente teorizada o premeditada; en el chat se discute un boicot de emergencia y se lleva a cabo. El funcionamiento es simple.

La tercera característica, no menos importante que las anteriores, es que su reivindicación se da fundamentalmente en un plano mediático, el de internet. Rotas ya las divisiones en clases, la revolución solo puede comenzar aquí. Lo paradójico es que en la sociedad de clases aún existe una relación directa entre ambas. Principio del ajedrez según el maestro Antonio Gude: el ataque implica un contacto entre las piezas. De la misma forma, el burgués está en inmediato contacto con el proletario, la sociedad de clases implica una relación corporal entre los elementos de las distintas clases. La abstracción progresiva de las relaciones sociales en nuestro mundo, sin embargo, implica que exista un abismo entre la clase que ostenta el poder mediante el que define lo real, y la clase revolucionaria, en este caso bajo la fachada de una pantalla de plasma, que convierte la lucha en algo más simbólico y, podría afirmarse, menos efectivo.

La primera de estas características es ambigua. En efecto, la simpleza dogmática no es algo positivo desde el plano intelectual. La heterogeneidad de los fines que persiguen los grupos antisistema actuales evidencia un vacío teórico que paradójicamente se lleva mal con el pedantismo de las cátedras. Mas este vacío incide en mayor medida ahí donde se debe tomar una decisión y llevar a cabo una acción que en el núcleo mismo de la teoría. Nadie podría reprochar a un Eagleton, por ejemplo, escasez de ideas o análisis. Pero lo que determina una profundidad abisal en el conocimiento implica una ralentización o espasmo ante la acción inmediata. A esto hay que sumar el profundo escepticismo de nuestros tiempos ante ambos pilares: conocimiento y acción. Nada más apaleado en nuestro tiempo que la ideología, nada más peligroso. El temor a caer en los males del totalitarismo ha llevado también a una homogeinización global de las opiniones, que necesariamente caen así bajo los yugos del sistema establecido. Por otro lado, aquellos que han hablado larga y profundamente de la emancipación en términos académicos – escuela de Frankfurt y similares- no parece que hayan resucitado el espíritu revolucionario de un Marx en sus acólitos, sino más bien la complacencia teórica y el conocimiento alejado de la acción inmediata.

Y sin embargo esta simpleza dogmática ha de revelar algo más, a saber: que bajo distintos presupuestos, bajo visiones teóricas dispersas y distintas, gobierna un malestar general, un rechazo generalizado ante el status quo suficientemente fuerte como para dejar atrás sutilidades teóricas. Esto dice algo, o mucho, de la situación perceptiva que está originando el poder, y de alguna manera, debe interpretarse como algo positivo. La debilidad de esta formación viene, sin embargo, asociada con su segunda característica, la descentralización.

¿Puede una organización des-organizada- como reconoce Anonymous- generar una acción potente y duradera? En Anonymous no solo se ha borrado la figura del líder, de la autoridad intelectual, sino que se ha rechazado por principio una acción global y con teleología propia. Como la mayor parte de los grupos que han renunciado a las utopías del anarquismo o el socialismo, el grupo antisistema tiene por principio la acción local. Nuestra pregunta es obvia, ¿Es suficiente esto para cambiar algo de forma permanente?

Familiar de esta pregunta es, por último, la tercera característica. Es importante considerar si la acción contestataria va a nacer, como forma ya organizada y seria de ataque más permanente al poder, desde el medio concreto de internet, o si únicamente tiene su fin ya en este medio. Decidir esta cuestión definiría también la importancia o el significado que pueden llegar a tener las acciones de estos grupos en el devenir social y político de nuestro siglo.

Vistas, por fin, estas características, uno se plantea si los aspectos negativos no pesarán más sobre los positivos. La corrupción de nuestro mundo ha llegado a tal punto que parece difícil imaginar una rebelión seria y organizada contra un entramado que también es, por supuesto, descentrado, que no tiene una cabeza visible y que se desparrama entre las operaciones encubiertas de un broker en Wall Street y un empresario en Malasia. La falta de un corpus teórico dirigido a la emancipación- bien por falta de teoría, bien por exceso- y el escepticismo hacia los proyectos emancipatorios, determinará también buena parte de la fuerza de estos grupos. Por último, una acción que solo catapulte la torre de internet puede ser, quizás, insuficiente, a la hora de perseguir objetivos más firmes. La acción local es bienvenida, pero de nada sirve si no está inmersa en un proyecto de disolución más serio y permanente. El futuro puede consistir muy bien en una barricada virtual frente a un mundo real en el que se desenvuelven relaciones de poder y violaciones en masa de los derechos humanos. Ese abismo entre la red y la existencia inmediata y real debe ser suprimido si se quiere provocar un efecto duradero en la sociedad. Desde nuestra parte, sin embargo, saludamos semejantes iniciativas como la emprendida por grupos como Anonymous y similares.

jueves, diciembre 30, 2010

El trance hipnótico de la verdad.

Desde los albores de la civilización el hombre occidental ha intuido una forma directa de acercarse a la verdad que prescinde de las vías convencionales del razonamiento mortal. Platón hablaba de un último estado del conocimiento en el que era posible suprimir o saltar las estrategias argumentativas para alcanzar la contemplación directa del Bien. Si bien desde Kant comienza una tradición de rechazo, duda o cuestionamiento de semejante capacidad cognoscitiva, en el mismo Kant queda aún un resquicio de aquellos elementos platónicos que son patria dudosa de la razón, delegada ya a otras labores en vistas de que lo propiamente cognoscitivo era materia propia del entendimiento.

Mas este rechazo encontró luego otras modos de hacer presente lo que el discurso había relegado, y esta presencia tomó en ocasiones una fuerza violenta que en el discurso hubiera quedado controlada. Surge así la explosión de la locura, como oposición lúcida ante una razón enfriada y analítica, excesivamente mesurada, de la que tenemos noticia tanto en los personajes dostoievskianos, siempre al límite, en esa región donde la fiebre se confunde con la lucidez y viceversa, o en las migrañas de Nietzsche, desde las que un dios que desprecia el discurso del logos se le ofrece y le da la capacidad para “partir la historia de la humanidad en dos pedazos”. Expulsado del reino del entendimiento, los fantasmas kantianos de la razón, que conocen verdaderamente la última naturaleza de las cosas, retornan envueltos en la fiebre, la niebla, en la región oscura que siempre teme el entendimiento, mas también respeta por superior y revelado.

La energía no suprimida de lo aórgico retorna pues, con mayor fuerza, pero con dudosa legitimidad, en ese estado espiritual que Max Weber llama desencantamiento del mundo moderno. En esa situación de nivelamiento espiritual y resignada parsimonia, se mueven los personajes de Ordet, el film de Dreyer basado en la obra de teatro de Kaj Munk, estudioso de Kierkegaard. Johannes, el loco místico que pronuncia extrañas palabras de desgracia y salvación, consigue, mediante el contraste, describir el desapasionamiento de unos cristianos que ya han dejado hace tiempo de serlo. Mas si desde hace tiempo se viene fraguando, en el espíritu de Occidente, ese rechazo de lo suprasensitivo en el discurso, el retorno de lo divino es asimismo puesto en duda y sometido al conocimiento clínico- representado en el film por el espíritu cientifista del médico-. Así, la noesis deviene enfermedad, la razón demencia, la experiencia de lo nouménico desvarío – desviación, en sentido estrictamente geométrico- de la pasión desencantada. Pues la pasión desencantada misma no puede concebir un estado del espíritu superior, tal que proceda a incluir en este mundo sin dioses un dios que no podría ser sino producto del delirio. Tan firme es esta certeza en la desdivinización definitiva de la existencia moderna.

Mas la fe cristiana, cuyo objeto más íntimo- al menos en la tradición protestante- finaliza su recorrido allí donde también lo hace el dios kantiano – y por ende, los objetos del conocimiento respectivos a él- no permite semejante desencantamiento. La esquizofrenia- en rigor, partimiento o disyunción- del cristiano moderno viene a ser, pues, la distancia entre el objeto verdadero de su fe, y el descreimiento de un entendimiento que sabe incalcanzable la región metafísica del alma. Tal esquizofrenia, que puede evitar el científico ateo, no se cura en el cristiano moderno, que ha de vivir su dilema entre dos mundos, el de la fe y el milagro y el del conocimiento científico desapasionado, que imbuye por doquier su mundo. En ese instante Johannes hace la función del hombre que trata de destruir semejante locura-¡también mediante una supuesta locura! Johannes quiere sacar de esta vida escindida al cristiano y conquistarlo para la causa auténtica del cristianismo. Johannes- como Kierkegaard- nos dice que no es posible un cristiano que piense con el cerebro y ame con el corazón. Pues es preciso conocer con el corazón, es preciso escuchar la voz que desde el monte Moriah lanza un Dios inextricable y oscuro. Este demonio- nos viene a decir Johannes- no hay que olvidar que otro de los sobrenombres de Kierkegaard es Johannes de Silentio- no es algo con lo que haya que mediar, sino precisamente la esencia misma de la fe, el sentido mismo del cristianismo, y, por ende, de la existencia humana.

Mas el hombre desencantado no quiere- no puede- participar en esto. Su razón le dice que no es posible el milagro, su corazón dice “sí” a algo que su cerebro ha de decir “no”. La fe se convierte, pues, en un residuo, en la expectoración de un sentimiento desarraigado de su razón fundamental, una concepción típica en el romanticismo y que culmina en la Einfühlung de Schleiermacher. Pero la verdadera paradoja es que la fe en el extravío- en la locura de Johannes, pero también en todos los mensajes que nos vienen desde la esfera de lo sublime, el terror, la oscuridad, y en definitiva, Dios- es la única forma de romper el círculo de tensión inhumana que afecta al cristiano desencantado, al cristiano moderno. Por eso Johannes representa literalmente la salvación, pues en él se expresa la definitiva coherencia de un alma que no está enfrentada a su entendimiento, sino que incluye en él la experiencia de lo sublime. Ni siquiera Kierkegaard se veía liberado de esta fatal escisión. Su teología se resuelve en una apelación a lo sublime a expensas de la razón.

Pero si Kierkegaard no hubiese sufrido la experiencia de la secularización, no se habría obligado tampoco a sublimar el contenido “religioso”- por hablar con sus palabras- en expensas del entendimiento. Entonces hubiera adquirido el conocimiento de los antiguos, donde Logos y Theos confluían en una armoniosa solución. El rescate que Kierkegaard quiere hacer del cristiano moderno es un rescate desesperado. Lo nouménico, lo sagrado, ya no puede revestir en nuestro mundo la experiencia de una contemplación serena y sabia. Y el precio que tiene que pagar el hombre moderno es la pérdida absoluta de la fe. Pero al mismo tiempo, con esa pérdida, el hombre renuncia para siempre a la adquisición de lo verdadero. El hombre moderno ve en Johannes al extraviado, al místico, al loco, y no ve allí la verdad. Reconocerlo supondría un salto demasiado peligroso para él. Por eso ha preferido la calma de la mentira y de la finitud, antes que el trance hipnótico -mas doloroso y abismal- donde se revela la Verdad.

martes, noviembre 30, 2010

Fragmento del proyecto Swank (novela).


La civilización moderna nos privó del goce de expirar despacio. El arte de expirar despacio se ha perdido. Aquellos melancólicos crepúsculos en los que el viejo enciende su última pipa, antes de dar el abrazo definitivo a su mujer, no podrán ser repetidos en nuestras contemporáneas pantallas de plasma, frías y funcionales. Todo esto tiene que ver con la maldad aviónica de la que hablaba antes, pues también esta maldad nos priva de lo mismo, del arte de la expiración, de la inteligencia en comprender desde un horizonte especial todos los días de nuestra vida. Eso que Kierkegaard llamaba instante, que es la recapitulación de lo eterno en el último vórtice del tiempo, ha quedado ya para siempre oculto para nuestras futuras generaciones- todo por culpa de la filosofía aviónica y su civilización correspondiente-.

Tampoco es lo mismo la locura. La locura de un Van Gogh es una locura de tranquilidad y pipa; la del poeta contemporáneo es la de la píldora y el cigarrillo. No me gusta ese frenético impulso que anima las palabras de los modernos, pareciera que se hallan en constante agitación. Como si las alas aviónicas no solo surcaran los cielos, sino también los labios de los poetas, cada día asistimos a una desfiguración del verbo a manos de la velocidad. Veo pájaros ahogados en un cigarrillo- decía un poeta amigo mío- y es que los poetas no son sino pájaros ahogados en el humo veloz del cigarrillo. Algo propio del malestar, desde luego, que incita siempre a desviar la atención al instante futuro, al instante aún no decidido. Se ve ahora que mi labor mesiánica no es solo un asunto de ética, sino de percepción y conceptualización del tiempo, o, si se quiere, de aprehensión- que dirían los filósofos- de un tiempo nuevo.

Porque yo utilizo el instante previo al malestar como interrogación radical sobre lo que ya damos siempre por supuesto. No es una labor nueva, de hecho, es la tarea principal de los filósofos. Solo que los filósofos se quedan en palabras. Yo doto a la mente humana contemporánea de una convicción, de un contenido, de un mensaje específico, de aquella metafísica o cosmovisión propia de los filósofos antiguos en la que cada elemento del universo tenía su sentido, origen y definición. Esta mente humana contemporánea, esa pizarra sin contenido que simplemente flota en el éter del devenir, toma de pronto un rumbo, una misión, una palabra, y se hace a sí misma luz en medio de una bruma y oscuridad total. La filosofía aviónica, que pretende acumular y consumir tiempo, queda pues sustituida por mi propia filosofía, que es la de aprehender el mismo tiempo, la de quedarse en el tiempo y construir con él algo de utilidad.

Consumición es aniquilación. El avión no hace otra cosa al extender sus alas y aniquilar el espacio celestial. Lo aniquila con la violación del tiempo, pero también con la violación del espacio e incluso del sonido, y, esto no hay que olvidarlo, con el rapto temporal del pasajero. ¿Pero de veras es temporal? ¡Oh, no, he aquí lo grave! Desde el instante en el que el pasajero se introduce en el avión, sus manos quedan presas, sus pies no le sirven de nada, solamente su voz, para poder gritar en caso de catástrofe, tiene alguna libertad. Esto es un rapto de la acción humana, que sin disposición de sus extremidades nada es, y no solo un rapto temporal, pues este rapto se convierte en eterno cuando ocurre la catástrofe. Allí quedaron prensados los restos de lo humano posible, en mitad de un amasijo de hierros procedentes del infierno, en el vientre demoníaco de un ave artificial.

¿Qué recupero, yo, con mi filosofía? Precisamente la libertad, que no renuncia siquiera temporalmente a sus extremidades- y menos aún cuando esa temporalidad está sujeta a la siempre viva posibilidad de convertirse en algo definitivo, en un rapto absoluto- y una libertad que no es sino la capacidad de poseer algo más que mera información: me refiero a dogmas, pensamientos, acciones, ideas...La libertad no consiste pues en elegir, sino en poder desarrollarse espiritualmente, fin para lo cual el medio ideológico es el mejor. No, la idea no es el fin, la idea es el medio, el medio, en fin, para la libertad. Frente al Rapto Absoluto mi filosofía propone la Libertad Absoluta. Frente a la Aniquilación Temporal, el Goce de la Temporalidad en el instante de lo Eterno.

***

Molton y su nueva iglesia pelícana. Estas fueron las primeras palabras que me vinieron a la mente tras recostarme unos diez minutos sobre mi sofá. Tenía muy claro cuales eran las claves de este dilema: Quien fuera capaz de demostrar primero la ausencia de fundamento de las cosas, ganaría la batalla. Quien pudiera poner sobre la mesa las cartas del malestar-oh, palabra esencial de nuestro tiempo- ganaría. Era muy sencillo, y Molton había comprendido todos mis trucos de magia: se pone en claro la ausencia de un sentido que se supone dado, y a partir de ahí cualquier cosa puede ser puesta en cuestión. Porque en efecto no hay sentido dado, y eso es lo que el mago ilumina sobre el espectador, a fin de que una vez se vislumbre esta terrible verdad metafísica, también las demás verdades, como piezas de dominó, caigan haciendo mucho ruido sobre la mesa.

Me ducho, me visto. De nuevo ese olor, ese profundo olor cavernario sobre mis hombros, logra que mi alma caiga de su campanario hasta los pies. Medito. ¿Debería reconciliarme con este olor? Es evidente que si lograra dominarlo, podría incluso venderlo más tarde. Al menos esa era la lógica. En cualquier caso, siempre existía la posibilidad de recurrir al maravilloso aroma de Elisa, este sí, magnífico sin lugar a dudas. Pero comprendía que del “magnífico sin lugar a dudas” al “olor cavernario” de mi propio olor, mediaba un abismo. Quizás debido a ese abismo no serviría únicamente empaparme de licor eliseano, pues mi propio olor era ciertamente tan nauseabundo como intenso, y desde su exhuberancia indiscreta parecía retar a todo posible aroma a una lucha extenuante. No, no me podía caer, ahora no. Instintivamente fui a ver a Elisa. Su fragancia era tan hermosa que me quedé un rato a su lado; los gusanos ciertamente habían desaparecido de allí. Pero esto no es todo; tras observar un cierto picor en mi espalda, descubrí allí lo que parecían ser huevas de gusano. ¿Así que de esto se trataba? ¿Habían mudado esos monstruos a mi propio cuerpo? Oh no, no, nada de esto era bueno, me sentí víctima e inocente, pequeña diana agujereada por todo tipo de temores y de vidas ajenas...me duché de nuevo, en actitud desesperada, cuando pareció que aquel olor me había dado un respiro. Pero cuando miré hacia la habitación, no estaba Elisa.

Corrí por toda la casa y finalmente la encontré en el vestíbulo; ¿Qué demonios hacía allí? Algo me afectó...Una sombra, una especie de sombra penetraba por una pequeña ventana que yo utilizaba en otro tiempo para observar el sexo de la vecina. Esa sombra, desplegada hasta mis narices, llevaba consigo una extraña fragancia...el malestar. Oh, sí, todo esto era perfectamente absurdo, mucho más absurdo que la falta de sentido que insufla el mundo. Esta verdad, a la cual no solo no había prestado oído nunca, sino que era para mí perfectamente ajena, vestía su propio olor, su propia esencia, algo así como una mezcla de trufas, nueces y excremento animal. ¿Debía reconciliarme? ¡Reconciliarme! ¡Qué perfecta estupidez! No, aquí había algo más grave, resultaba de hecho que yo había sido más papista que el Papa, y que, pretendiendo hacer de juez lógico al desvelar la falta de consistencia de este mundo, había de hecho puesto pies en la locura más enervante y desquiciada, la locura de la lógica absolutamente pura.

Bien, verdad temible, a la que sin embargo un instinto aún más temible, procedente de mis vísceras, no iba a dar crédito. No porque no estuviese de acuerdo, faltaría más, sino porque en ocasiones las leyes más inflexibles y férreas no ceden al débil tribunal de las palabras, sino que ellas mismas crean la ley. Esta ley, indiscutible, convierte en vana toda palabra y todo tribunal. No hay juez para el juez, solo culpables e inocentes. Con ello también se desprendía un poco de esa agresividad con perfume propio que traía esta verdad. Lo interesante era, sin embargo, que había acontecido un cambio fundamental en mi propio ser: en efecto, ahora era capaz de adivinar el olor de una verdad. La verdad, que se me presentó esta vez en forma de sombra, tenía su peculiar olor. Mas ahora yo estaba en medio de un enigma. Yo había captado perfectamente el olor de Elisa, pero...¿Qué verdad se me anunciaba en este olor? Este secreto, esta clase de pregunta, era la que ahora podía definir perfectamente como el Enigma Elisa. Debía interpretar ese olor, mas no podía. Peor aún, también debía interpretar mi propio olor, puesto que en él, era claro, se debía apreciar alguna verdad subyacente. Pero más tarde me daría cuenta de que este misterio solo me sería revelado hacia el final.

lunes, noviembre 08, 2010

La tentación de la fusión

Desde los albores de nuestra existencia, penetramos en el famoso mundo simbólico. El estatuto ontológico de este mundo debe quedar, empero, fuera de los límites de nuestra dicción posible. Lo que se quiere decir con ello es que lejos de someter la existencia de este mundo a una región óntica determinada, debemos comprenderlo más bien como el límite o la condición limítrofe que permite nuestro habla. A partir de la llegada a este mundo, podemos olvidarnos de un auténtico contacto con la Cosa. Y con la ausencia de este contacto, la presencia de la Locura, la Locura que se encuentra bajo el discurso como condición del mismo.

No hay término más vago que el de Locura. Sin embargo, esta indeterminación tiene solo sentido en cuanto apelación del término ausente de contexto. En realidad, nada con más determinaciones que la Locura. Si la Locura no es algo determinado, no obstante toma cuerpo en las más variadas representaciones. La Locura, respecto de nuestro mundo discursivo entendido como un todo, es entonces lo que garantiza la ausencia de la Cosa. Mas aquí la Locura no se contenta con mantenerse alejada de la Cosa: la quiere dotar de existencia real, quiere retornar a su contacto. No otra cosa es la apelación al Eros desde la filosofía de Platón. Pero esta apelación cobra formas muy diversas. Una de ellas, la que quisiéramos denominar la obra de arte más monstruosa de la Locura, se da precisamente en la concepción del dios neoplatónico.

La antigua creencia en que el alma podría confundirse con la cosa que ella representa es el fundamento de las filosofías de la fusión. La fusión también es posible en el sistema plotiniano, gracias a una escalera de movimientos que llevaría del alma a dios. Esta es la obra maestra de la Locura. El antiguo olvido de la Cosa pretende lograrse en esta existencia simbólica; la fusión sin embargo comparte otros extravíos. La diferencia y la singularidad, que son las principales víctimas de la fusión, como nos recuerda el viejo Kolakowski, sirven de antídoto a las propuestas totalitarias. Pero nuestra sensibilidad a lo singular es moderna, es actual. Si hay algo de salud en nuestro comportamiento moderno, debe provenir de esta sensibilidad. Ella es la que nos permite también comprender la Locura. La Locura ya está en el concepto mismo de Dios- no es preciso remitirse al dios neoplatónico-. Dios, en cuanto unión posible, trascendental en sentido metafísico y también kantiano, en cuanto engranaje común de todas las existencias singulares, es ya una Locura para nuestra sensibilidad contemporánea. En la idea de Dios hay el germen de un pensamiento Loco: mas es una locura posterior, creada por la misma locura. Pues la Locura se introduce con la escisión de la palabra, pero se supera a sí misma en el retorno imposible a la unidad perdida.

¿Es posible, sin embargo, rescatar a Platón en ayuda de la diferencia? La oposición entre episteme y pistis, entre mundo sensible y mundo inteligible, nos acercaría más a la comprensión de nuestro ser, tal y como hoy la mantenemos, es decir, en una dualidad indestructible que permite el “manejo de las contingencias”- para hablar como los de Frankfurt- que las metafísicas de la fusión a las que Bloch no duda en llamar “fascistas”. ¿Por qué entonces ese odio visceral contra Platón? 

El primer aprendizaje dentro de la Locura debe ser el de tomar conciencia de la imposibilidad de salir de su discurso. En esta Locura nos vemos obligados a manejarnos en la distancia- por no decir incomunicación, como Celan demostró- con la Cosa. Esta distancia, que deja el poso de una antigua unidad no demostrada- pero tan posible como impensable- nos tienta, sin embargo, a recorrer su trecho. Mas al fondo del ser desvelado no hay tal ser; puesto que el fondo ha desaparecido bajo la tiranía de la palabra. La Locura es entonces seguir la huella de ese ser, en lugar de hacernos – cada vez con más intensidad- cargo de la Dualidad Insuperable que constituye nuestro ser simbólico, dualidad que es condición inextirpable de nuestra responsabilidad en cuanto conciencias contingentes. Para ello Platón quizás sea de utilidad.

sábado, octubre 30, 2010

Apolo contra Dionisos

Ya solo un dios puede salvarnos”. Son palabras de Heidegger en una entrevista en Der Spiegel. Una de las dos actitudes que se han ejercido ante ese obsesivo tema que oscurece nuestro Occidente cristiano, el “nihilismo”...la otra es la de Ernst Bloch: el principio esperanza. Mas si Bloch quiere fundamentar la esperanza mediante la categoría metafísica de posibilidad, no deja de ser una esperanza utópica, irracional, la fe del creyente analfabeto en la esquina de la iglesia. La misma fe que los de Frankfurt. La esperanza no puede mover nada, la esperanza nunca puede ser sinónimo de fuerza. Ante la amenaza del nihilismo, las actitudes básicas han sido estas: la de la esperanza metafísico- teológica, o la de la asunción de la muerte, la desesperanzadora rúbrica de Adorno sobre Auschwitz.

La asunción de la muerte es también tesis del llamado postmodernismo en su versión de “pensamiento débil”: la muerte, como la enfermedad terminal, aniquila el organismo, lo reduce a su mínimo. La expresión bruta del silencio, la expresión de la muerte, manifestada abiertamente en Auschwitz, aniquila todo verbo, toda voz. El pensamiento débil solo puede tener su sentido bajo extensión del concepto de muerte: muerte de los grandes relatos, muerte del hombre, y, por supuesto, muerte real- las cámaras de gas como simbolismo de la desaparición de lo humano mismo-. Después de Auschwitz nuestra voz disminuye, se hace mínima, ante lo que el postmodernismo de raigambre nietzscheana no protesta, sino que celebra. Se trata de la celebración de los sin habla, de la apoteosis orgiástica que se regocija en su analfabetismo existencial. Una fiesta erigida sobre los escombros del hombre, ante la cual toda coherencia se disipa: a riesgo de caer en una metafísica de la nostalgia romántica, el postmoderno celebra los despojos del hombre y se cubre con ellos. La flaqueza de la voz no es lamentable, la flaqueza de la voz es motivo de celebración.

Se trata de una necesaria, pero burda, reacción ante la muerte. Algo que no puede dejar de ser paradójico, porque no existe reacción coherente ante la muerte. Mientras el postmoderno alaba en esta fiesta catártica los despojos del hombre, el romántico se refugia en la Cábala y en una mística del dios ausente. Reafirma su muerte, no quiere hacer de ello una fiesta, pero tampoco dejará de recalcarlo: ante la muerte solo se puede hacer una cosa: retornar a los dioses o constatar su desgracia. Horkheimer prefiere la primera opción, Adorno la segunda. Ambas conjuran con la metafísica del silencio, ambas retornan a la flaqueza de la voz.

Mas la voz es manifestación, faino, poner en evidencia. Poner en evidencia es también acercar lo real a la conciencia, a la constatación- pues conciencia no es sino constatación-, y la evidencia se pone ante un público, ante una presencia. Sin voz fuerte, clara, indeleble, no puede haber manifestación. Y cuando lo real se oculta, comienza la verdadera muerte. La fiesta dionisíaca, sin embargo, sigue su juerga en la nocturnidad. El dios ausente -hölderliniano, heideggeriano- es un dios que no soporta la muerte. Mas el zombie postmoderno bebe de ella y de ella se vanagloria. La voz en la flaqueza es el fenómeno apagado, lo real abandonado a la oscuridad. Cuando predomina el secreto sobre la voz, entonces la muerte incluso se puede silenciar.

Nada más terrible. No solo que la muerte se haya dado, que la muerte sea algo irreversible. La noticia de tal muerte alivia su terror. Nada que alivie más que la voz, que la presencia, que la aparición ante lo público. Allí donde se da lo público, la palabra toma fuerza y el dolor la pierde. Mas el secreto perpetúa la traición de la muerte al ocultarla. La fiesta dionisíaca viste de vida lo que en realidad es muerte y excremento. Justamente en imitación de su Padre Nietzsche, quien vistió de fuerza y vigor lo que era proceso hacia la putrefacción espiritual, así los postmodernos celebran la falsa vida en las hogueras de la muerte silenciada.

No hay muerte que se pueda enfrentar sino evidenciándola y enfrentándola. Mas enfrentar la muerte es hablar de ella, no ocultarla bajo la celebración desesperada que se anega en sus cenizas. El postmoderno habla de la muerte en pasado, nunca en futuro: toda muerte es para él algo dado, él resurge ante la muerte-pero solo en la flaqueza de la voz, en la debilidad que se hace testigo de su donación-. Su falsa superación de la muerte hace que ya hable de la vida aún sin haber dado noticia verdadera de ella, celebrando su verdadera destrucción en la fiesta nocturna de Dionisos. No se puede hablar de la muerte, ella ya ha pasado-mas ella sigue aquí, está apenas en su inicio-. Y la lucha contra la muerte solo puede conseguirse mediante su exposición pública. La exposición pública quizás no cure las heridas de la muerte, pero nos pondrá en alerta ante aquella muerte que se calla y se oculta en la noche orgiástica. Por lo tanto, nada más necesario en nuestros días que luchar contra la flaqueza de la voz. Una voz que no por consciente se inclina hacia la desesperanza del silencio. Y mucho menos lo celebra, junto a aquellos que en la noche festiva e inconsciente toman el cuchillo y aprovechan el silencio para cometer sus crímenes. Es la hora de Apolo, no la hora de Dionisos.


lunes, octubre 18, 2010

2012 o el privilegio concedido.

Muchas son las tesis que señalan el año 2012 como el año del fin del mundo. Todas o casi todas circulan exclusivamente por internet. Frente a las que barajan un cataclismo cósmico, se encuentran las que cifran su esperanza destructiva en códigos o calendarios milenarios, junto con otras que interpretan alegóricamente ese fin como un cambio trascendental en la conciencia que el hombre tiene de sí mismo. 2012 ya aparece de hecho en Wikipedia, lo cual es un factor importante a la hora de comprender el impacto que esta noticia puede llegar a tener. Independientemente de esto, es interesante preguntar a la filosofía qué tiene que decir de todo ello, puesto que aquella no suele eliminar la legitimidad de toda pregunta, con independencia de si se trata de una cuestión descabellada, irracional o simplemente estúpida. No, la filosofía escucha todo, y responde.

El cataclismo cósmico ha hecho desde siempre las delicias de los profetas más fanáticos o de los hombres con imaginación morbosa. El Apocalipsis de San Juan es quizás el mejor ejemplo de cómo la humanidad desde antaño ha dejado seducirse por el fin total de todo lo humano. Lo que la imaginación religiosa ha interpretado como acontecimiento físico, ha sido sin embargo entendido, desde una perspectiva histórico-hermenéutica, como la alegoría de una mentalidad acabada o el fin de un ciclo humano ya agotado. Sin embargo, desde la experiencia del siglo XX, vuelven a imponerse las interpretaciones literales. La era atómica ha traído un nuevo monstruo a un escenario en constante riesgo de aniquilación. La posible aniquilación de todo lo humano es ya preparada anticipatoriamente por la experiencia inenarrable de Auschwitz. Si bien San Juan pudo pensar en un cielo negro y en espadas cayendo literalmente de los cielos sobre las cabezas de los hombres, no disponía de un instrumento para destruir físicamente el mundo. Tal cosa era impensable. Hoy, sin embargo, es más que probable.

Pero los filósofos ya habían hablado, mucho antes de que Einstein nos trajera su maléfico regalo. Nietzsche declara en los albores del siglo XX, la muerte de Dios. Foucault, en su pleno apogeo, la muerte del hombre. ¿Qué significa todo esto? Solo puede significar una cosa: la muerte alegórica escenifica y da paso a la muerte física, material. Mas no hay que dejarse engañar: una cosa no prepara la otra, como si la primera fuera acaso menos importante que su cristalización consecuente: una cosa es de hecho el residuo de la otra, la consecuencia acaso secundaria de una muerte significativa y fundamental. La muerte del fundamento no liquida de una vez la vida espectral del fenómeno, mas su ausencia desvaloriza la vida carnal de lo fenoménico y la conserva como un cuerpo marchito que camina hacia la muerte. Lo que Nietzsche diagnostica y que Foucault ejecuta, es la declaración de la muerte de todo fundamento, de toda esencia en lo humano. En efecto, el hombre muere simbólicamente o no muere.

Pero la muerte cósmica del hombre plantea unos problemas que nos acercan más a la idea oriental de la conciencia enfrentada a una nada ausente de significado. La total aniquilación es metafísicamente también el atributo más cercano a la esencia de Dios, desde los orientales hasta Eckhart. Uno de los atributos de la perfección, dice Kafka, influido por sus lecturas hasídicas, es el mutismo. El pensamiento de una total destrucción cósmica de la humanidad representaría una donación absoluta de sentido para un hombre siempre inscrito en una metafísica de la finitud y de la incompletud de sentido. El sueño de Dilthey-ver la totalidad de la existencia, más allá de la historia, más allá de sus sentidos parcialmente constituidos- sería satisfecho en un acontecimiento ante el que no sería más sensato llorar que reír, estremecerse que alegrarse. La venida del meteorito destructivo es la venida del Mesías, o el Mesías carece de sentido.

La idea de un fin próximo del mundo por cataclismo cósmico no solo desafía la noción imposible de la venida del Mesías- que cuenta con su aplazamiento indefinido fuera del tiempo de la Historia a fin de proteger su sentido- sino que representaría un privilegio para unos afectados que estarían presentes ante algo que se encuentra más allá de toda semántica pensable: el privilegio de ver el acontecimiento más grande de la historia de la humanidad, incluso de la historia del Ser mismo-pues el vacío de significado que dejaría el fin cósmico de la humanidad sería tan grande como su apocalipsis físico, tan grande como la magnitud total y absoluta de su catástrofe-. Y, sin embargo, este acontecimiento absoluto coincidiría con la noticia más irrelevante jamás pensada: allí coincide el absoluto, su pavor, su silencio, su total trascendencia, su total inanidad.

Y, sin embargo, nada moriría. ¿Cómo es posible? Porque si la muerte del hombre ya ha acaecido, si la muerte de Dios ya se ha ejecutado, no muere ni el hombre ni Dios, sino la sombra que su muerte ha ocasionado. Queremos ver el absoluto, queremos ver la aniquilación del todo por la nada, pero quizás nuestra imaginación morbosa no tenga ese privilegio. Lo haría si realmente se tratase de una muerte. Pero no es tal: somos solo sombra, y la sombra por cierto de una muerte ya ejecutada. Nuestra esperanza desquiciante era ver la venida del Mesías. Pero es preciso constatarlo: el privilegio de los afectados no está en un futuro tecnológico que ve llegar la muerte externa por un artificio cósmico. El privilegio ha sido ya ofrecido, está junto a muertos que con honor habitan sus sepulcros. Nosotros, como zombies, solamente podemos experimentar las consecuencias físicas de una muerte metafísica ya dada. Algo que para la esencia es irrelevante. No muere el post-hombre del siglo XXI, sino lo que quedó de lo que alguna vez fue un hombre, su residuo mortal. No tendremos ese anhelado privilegio. Ya ha sido concedido. El privilegio fue silencioso y se le dio a un profesor enfermo en Turín o a un masoquista en algún suburbio parisino. Nosotros somos apenas su desvanecida sombra.