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lunes, octubre 18, 2010

2012 o el privilegio concedido.

Muchas son las tesis que señalan el año 2012 como el año del fin del mundo. Todas o casi todas circulan exclusivamente por internet. Frente a las que barajan un cataclismo cósmico, se encuentran las que cifran su esperanza destructiva en códigos o calendarios milenarios, junto con otras que interpretan alegóricamente ese fin como un cambio trascendental en la conciencia que el hombre tiene de sí mismo. 2012 ya aparece de hecho en Wikipedia, lo cual es un factor importante a la hora de comprender el impacto que esta noticia puede llegar a tener. Independientemente de esto, es interesante preguntar a la filosofía qué tiene que decir de todo ello, puesto que aquella no suele eliminar la legitimidad de toda pregunta, con independencia de si se trata de una cuestión descabellada, irracional o simplemente estúpida. No, la filosofía escucha todo, y responde.

El cataclismo cósmico ha hecho desde siempre las delicias de los profetas más fanáticos o de los hombres con imaginación morbosa. El Apocalipsis de San Juan es quizás el mejor ejemplo de cómo la humanidad desde antaño ha dejado seducirse por el fin total de todo lo humano. Lo que la imaginación religiosa ha interpretado como acontecimiento físico, ha sido sin embargo entendido, desde una perspectiva histórico-hermenéutica, como la alegoría de una mentalidad acabada o el fin de un ciclo humano ya agotado. Sin embargo, desde la experiencia del siglo XX, vuelven a imponerse las interpretaciones literales. La era atómica ha traído un nuevo monstruo a un escenario en constante riesgo de aniquilación. La posible aniquilación de todo lo humano es ya preparada anticipatoriamente por la experiencia inenarrable de Auschwitz. Si bien San Juan pudo pensar en un cielo negro y en espadas cayendo literalmente de los cielos sobre las cabezas de los hombres, no disponía de un instrumento para destruir físicamente el mundo. Tal cosa era impensable. Hoy, sin embargo, es más que probable.

Pero los filósofos ya habían hablado, mucho antes de que Einstein nos trajera su maléfico regalo. Nietzsche declara en los albores del siglo XX, la muerte de Dios. Foucault, en su pleno apogeo, la muerte del hombre. ¿Qué significa todo esto? Solo puede significar una cosa: la muerte alegórica escenifica y da paso a la muerte física, material. Mas no hay que dejarse engañar: una cosa no prepara la otra, como si la primera fuera acaso menos importante que su cristalización consecuente: una cosa es de hecho el residuo de la otra, la consecuencia acaso secundaria de una muerte significativa y fundamental. La muerte del fundamento no liquida de una vez la vida espectral del fenómeno, mas su ausencia desvaloriza la vida carnal de lo fenoménico y la conserva como un cuerpo marchito que camina hacia la muerte. Lo que Nietzsche diagnostica y que Foucault ejecuta, es la declaración de la muerte de todo fundamento, de toda esencia en lo humano. En efecto, el hombre muere simbólicamente o no muere.

Pero la muerte cósmica del hombre plantea unos problemas que nos acercan más a la idea oriental de la conciencia enfrentada a una nada ausente de significado. La total aniquilación es metafísicamente también el atributo más cercano a la esencia de Dios, desde los orientales hasta Eckhart. Uno de los atributos de la perfección, dice Kafka, influido por sus lecturas hasídicas, es el mutismo. El pensamiento de una total destrucción cósmica de la humanidad representaría una donación absoluta de sentido para un hombre siempre inscrito en una metafísica de la finitud y de la incompletud de sentido. El sueño de Dilthey-ver la totalidad de la existencia, más allá de la historia, más allá de sus sentidos parcialmente constituidos- sería satisfecho en un acontecimiento ante el que no sería más sensato llorar que reír, estremecerse que alegrarse. La venida del meteorito destructivo es la venida del Mesías, o el Mesías carece de sentido.

La idea de un fin próximo del mundo por cataclismo cósmico no solo desafía la noción imposible de la venida del Mesías- que cuenta con su aplazamiento indefinido fuera del tiempo de la Historia a fin de proteger su sentido- sino que representaría un privilegio para unos afectados que estarían presentes ante algo que se encuentra más allá de toda semántica pensable: el privilegio de ver el acontecimiento más grande de la historia de la humanidad, incluso de la historia del Ser mismo-pues el vacío de significado que dejaría el fin cósmico de la humanidad sería tan grande como su apocalipsis físico, tan grande como la magnitud total y absoluta de su catástrofe-. Y, sin embargo, este acontecimiento absoluto coincidiría con la noticia más irrelevante jamás pensada: allí coincide el absoluto, su pavor, su silencio, su total trascendencia, su total inanidad.

Y, sin embargo, nada moriría. ¿Cómo es posible? Porque si la muerte del hombre ya ha acaecido, si la muerte de Dios ya se ha ejecutado, no muere ni el hombre ni Dios, sino la sombra que su muerte ha ocasionado. Queremos ver el absoluto, queremos ver la aniquilación del todo por la nada, pero quizás nuestra imaginación morbosa no tenga ese privilegio. Lo haría si realmente se tratase de una muerte. Pero no es tal: somos solo sombra, y la sombra por cierto de una muerte ya ejecutada. Nuestra esperanza desquiciante era ver la venida del Mesías. Pero es preciso constatarlo: el privilegio de los afectados no está en un futuro tecnológico que ve llegar la muerte externa por un artificio cósmico. El privilegio ha sido ya ofrecido, está junto a muertos que con honor habitan sus sepulcros. Nosotros, como zombies, solamente podemos experimentar las consecuencias físicas de una muerte metafísica ya dada. Algo que para la esencia es irrelevante. No muere el post-hombre del siglo XXI, sino lo que quedó de lo que alguna vez fue un hombre, su residuo mortal. No tendremos ese anhelado privilegio. Ya ha sido concedido. El privilegio fue silencioso y se le dio a un profesor enfermo en Turín o a un masoquista en algún suburbio parisino. Nosotros somos apenas su desvanecida sombra.

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