La filosofía es el dominio de la búsqueda y por la misma razón el de la pérdida, el método cuya esencia es la búsqueda continua y en esa medida su propia perdición. Sin embargo, ello no supone que la mera pérdida del camino, o realizar aquel camino que en sí mismo lleva a la perdición, sea una pérdida real. La pérdida real hay que buscarla aún más atrás si cabe, en el dominio de la vivencia de la existencia, donde no se ha sustraído camino alguno que recorrer, donde no hay camino porque no existe escisión que lo haga necesario.
El camino supone en sí mismo ya una selección de la totalidad. La abstracción de esa totalidad se llama óptica o reflexión y supone una actitud y una posición en cierta manera privilegiada con respecto de la totalidad englobante. Pues la óptica puede no ser adecuada, pero, al igual que los puestos de vigía, es difícilmente accesible para el otro ajeno, para el que de inmediato desea hacer diana en el corazón del vigilante, y en esa medida toda actitud que esencia abstrayendo la totalidad de la vivencia es segura: segura como pura formalidad, como lugar de recreo silencioso para el alma que navega.
Este lugar de recreo puede ser lo más errático del mundo para aquel que también está posicionado entre todas las cosas que forman el mundo y que nos rodean de manera directamente agresiva; pero no para aquel que ni siquiera se ha esenciado en una posición espacial en ese mundo de manera que éste aparezca como objeto pensable. La cuestión del mundo se reduce a la cuestión de una esencialización arbitraria del mismo que sea lo suficientemente pensable como para que nuestra razón nos procure un ánimo lícito para sobrevivir. Pero tal arbitrariedad es sumamente cara. Por eso todo camino errático es mucho más acertado que el que ni siquiera tiene un camino.
No tener un camino es en realidad vivir inmerso en las cosas que de otro modo serían objetos para el pensamiento, convirtiéndose en sujetos vivos, influyentes, de manera que el mundo da la impresión de aparecernos como un todo animado en m0vimiento y activo que sólo es pensable en esa medida, lo que quiere decir, en fin, no pensable. Ese mundo como tal no se piensa, y ello supone una agresión al yo que trata de evadirse de él para encontrarse con él más tarde en la forma menos lasciva e inmoral del pensamiento.
Pero quien ya tiene su propia torre, desde donde mira apacible la noria lowriana del mundo danzando con sus fuegos en este lado y en el otro, sin ritmo ni sentido, pero lejana de su angustia, no tiene un lugar más o menos cercano a la verdad como tal. No está más cerca ni más lejos que los elementos que lo componen. El hombre religioso que basa su vida en la doctrina escatológica de su ideología, no está más cerca ni más lejos de la verdad que el filósofo ácrata e irreverente que denuncia toda manera de religiosidad. Ambos trabajan desde sus puestos y por tanto hacen funcionar la misma maquinaria, y en ese juego de relaciones e intercambios de esa noria insufrible que es el pensamiento en su masticación prolongada de la vida, se dan los fenómenos de la verdad y de la falsedad.
El caminante errático ya conoce lo que quiere encontrar: esa es la verdad de toda formación intelectual posterior al momento irreducible de la existencia en carne viva. Su yerro lo puede salvar o condenar, como la vivencia de la existencia puede salvar o condenar al que se sumerge en ella; pero el que con una voluntad injustificada reclama todo para sí, no está más cerca de la verdad del perturbado; ambos conocen los elementos donde ya siempre se están moviendo. La búsqueda es irresoluble porque su final incesantemente caminado ya siempre ha superado el movimiento propio del inicio fundamental, que es lo que realmente activa y da sentido a la finalidad de su existencia.
El camino supone en sí mismo ya una selección de la totalidad. La abstracción de esa totalidad se llama óptica o reflexión y supone una actitud y una posición en cierta manera privilegiada con respecto de la totalidad englobante. Pues la óptica puede no ser adecuada, pero, al igual que los puestos de vigía, es difícilmente accesible para el otro ajeno, para el que de inmediato desea hacer diana en el corazón del vigilante, y en esa medida toda actitud que esencia abstrayendo la totalidad de la vivencia es segura: segura como pura formalidad, como lugar de recreo silencioso para el alma que navega.
Este lugar de recreo puede ser lo más errático del mundo para aquel que también está posicionado entre todas las cosas que forman el mundo y que nos rodean de manera directamente agresiva; pero no para aquel que ni siquiera se ha esenciado en una posición espacial en ese mundo de manera que éste aparezca como objeto pensable. La cuestión del mundo se reduce a la cuestión de una esencialización arbitraria del mismo que sea lo suficientemente pensable como para que nuestra razón nos procure un ánimo lícito para sobrevivir. Pero tal arbitrariedad es sumamente cara. Por eso todo camino errático es mucho más acertado que el que ni siquiera tiene un camino.
No tener un camino es en realidad vivir inmerso en las cosas que de otro modo serían objetos para el pensamiento, convirtiéndose en sujetos vivos, influyentes, de manera que el mundo da la impresión de aparecernos como un todo animado en m0vimiento y activo que sólo es pensable en esa medida, lo que quiere decir, en fin, no pensable. Ese mundo como tal no se piensa, y ello supone una agresión al yo que trata de evadirse de él para encontrarse con él más tarde en la forma menos lasciva e inmoral del pensamiento.
Pero quien ya tiene su propia torre, desde donde mira apacible la noria lowriana del mundo danzando con sus fuegos en este lado y en el otro, sin ritmo ni sentido, pero lejana de su angustia, no tiene un lugar más o menos cercano a la verdad como tal. No está más cerca ni más lejos que los elementos que lo componen. El hombre religioso que basa su vida en la doctrina escatológica de su ideología, no está más cerca ni más lejos de la verdad que el filósofo ácrata e irreverente que denuncia toda manera de religiosidad. Ambos trabajan desde sus puestos y por tanto hacen funcionar la misma maquinaria, y en ese juego de relaciones e intercambios de esa noria insufrible que es el pensamiento en su masticación prolongada de la vida, se dan los fenómenos de la verdad y de la falsedad.
El caminante errático ya conoce lo que quiere encontrar: esa es la verdad de toda formación intelectual posterior al momento irreducible de la existencia en carne viva. Su yerro lo puede salvar o condenar, como la vivencia de la existencia puede salvar o condenar al que se sumerge en ella; pero el que con una voluntad injustificada reclama todo para sí, no está más cerca de la verdad del perturbado; ambos conocen los elementos donde ya siempre se están moviendo. La búsqueda es irresoluble porque su final incesantemente caminado ya siempre ha superado el movimiento propio del inicio fundamental, que es lo que realmente activa y da sentido a la finalidad de su existencia.
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