Que siempre existirá una
cierta diferencia entre el hombre o mujer de aparato, de partido, el
apparatchik, y el pensador
político, es decir, el sujeto que, aún en la conservación de su
compromiso con la estructura organizativa a la que pertenece o con la
que colabora- estructura siempre histórica y contingente- adopta por
sistema una postura condicionada, evaluativa y critica, incluso
deconstructiva, es algo evidente y hasta cierto punto necesario,
cuando menos inevitable, al menos en el interior del juego de la
política basada en la representación, que es el escenario en el que
los partidos han de moverse, en el día de hoy, como marco
apriorístico de toda política institucional posible.
La
existencia del apparatchik
es necesaria para la conservación de la estructura de toda
organización política que se precie: él es lo permanente en lo
contingente y cambiante, el actor político que ha de lidiar con las
miserias de la existencia política cotidiana, el revolucionario
permanente de Brecht; pero su actitud ha de centrarse no obstante en
el otro polo de esa materia no configurada que es la vida social
misma, a saber, su necesaria -aunque siempre incompleta- expresión
política; y, al contrario, el
intelectual crítico se fija en la relación esencial
entre el azar caprichoso de la coyuntura, de la vida social y las
estructuras que quieren representar la respuesta correcta a las
necesidades e interrogantes que plantea esa vida; para el pensador
crítico hoy eso no puede consistir sino en un problema.
El
peligro que corre aquí la izquierda es otorgar la prioridad a
determinados conceptos tradicionales vaciados de su cualidad crítica
cuya contrastación con las urgencias de la realidad inmediata y sus
imposiciones obligaría a sopesar y analizar de nuevo la cobertura
representativa que pudieran ofrecer esos conceptos a la vida social
real y sus problemas y necesidades; en otras palabras, mientras el
apparatchik puede y
debe trabajar el optimismo de la voluntad en la conservación y
perfeccionamiento del aparato político representativo, el pensador
político tiene motivos más que suficientes para, desde la distancia
teórica imprescindible, sentirse insatisfecho con la relación
existente entre el aparato y las bases, y entre el partido u
organización como tal y la masa social que reclama una
representación justa para ella.
Nuevamente
el peligro para la izquierda parece consistir aquí en abandonar el
materialismo histórico como análisis de la realidad material-
fundamento de la legitimidad del propio marxismo en tanto corpus
teórico o herramienta analítica de toda izquierda seria- para
refugiarse en la metafísica de los conceptos 'humanistas'
abstractos, en el idealismo de los nombres universales y vacíos como
'libertad', 'emancipación', 'socialismo' o 'comunismo'- lo que
significa invertir o malograr las categorías analíticas y
transmutarlas en conceptos filosóficos abstractos o, peor aún, en
eslóganes de marketing político- cuyo correlato práctico significa
el abandono de la idea de partido como fruto maduro y producto
legítimo de la lucha social y, por otra parte, la adopción de un
discurso propagandístico que ha renunciado a la cosa real en su
dificultad- como observamos en los discursos de los partidos
socialdemócratas- que ha retrocedido ante la dificultad misma y que
incluso ha desertado de establecer una relación íntima con el
tejido social para refugiarse en las cavernas del aparato de partido.
El
intelectual crítico puede hacer aquí, sin embargo, una tarea
esencial de vigilancia: él
puede velar porque esa transformación perniciosa, nefasta, no llegue
a realizarse; mientras tanto, el apparatchik, en
cuanto profesional de la política, puede y debe velar por la
continuidad de la empresa política en el tiempo, pues no es posible
la existencia de ninguna estructura temporal sin el paciente y lento
trabajo de lo negativo.
Pero parece intuitivo que la tarea del intelectual crítico debería ser otra; él es quien
será el encargado de escuchar la melodía que produce ese
instrumento que es la vida social misma; mientras no sea posible,
como quisiera acaso Gramsci, convertir en intelectual al militante
político, la izquierda necesitará oidores profesionales
de este tipo- figura que no siempre habrá de coincidir con el
erudito, el politólogo o el especialista-. Y, sin embargo, el
intelectual crítico y el hombre de partido deberían ser siempre
puntas de una misma lanza, partícipes uno de la actividad del otro
en la medida de lo posible. De otro modo incluso la unidad de la
actividad de la izquierda también estará en peligro.
La
'división' intelectual del trabajo en este aspecto no debería
sobredeterminar la dialéctica imprescindible que debe fundar la
actividad del intelectual y el hombre de partido, posiciones al fin y
al cabo contingentes cuya idea regulativa no es, en el fondo, otra
que alcanzar el mutuo encuentro.
1 comentario:
Los llamados "Intelectuales orgánicos" muchas veces se han convertido en simples bufones pagados a sueldo por el sistema, que hablan, callan o alzan la voz a orden expresa de sus patrones, amparado en sus títulos universitarios y en la gama de los idiomas que mastican.
Considero que la postura de Gramsci ataca la urgente necesidad de convertir el discurso político y sus retóricas en acciones factibles y palpables de un verbo social que solo aparece materialmente en la organización comunitaria.
Hablar entonces de un divorcio entre ambas es intelectualizar casi postmodernamente desde la comodidad del sillón frente al ordenador o tras la llegada en un café caliente, un cigarrillo o un postre sobre la mesa decimonónica del intelecutal orgánico de pacotilla.
La teoría y la praxis son indivisibles para conformar un acto ético, como un actuar revolucionario, dentro de la actividad polírica; y sin caer en radicalismo aportar en la medida de las posibilidades con el abono suficiente para la organización social y sus debates concretos.
Considero que no se requieren maratónicas horas de discertación intelectual sobre como bien llamas categorías y conceptos huecos de los ídolos de barro.
La efectividad y materialización de esos debates en este momento sólo se pueden dirimir en la organización, en la protesta estructurada, en la calle.
Celebro la imagen simbólica de ver la Puerta de Sol con quemaderos de basura, que como escenario de un antiguo sheol a las afueras de Jerusalén, se ha llevado desde los cinturones de miseria metropolitanos de Madrid a su centro urbano primordial, en el atascadero nausebundo de la realidad política y económica que estamos padeciendo en el mundo.
Esa vieja costumbre ilustrada y liberal representativa esta quebrada, el "estado fallido" y sus dispositivos gubernamentales exhalan humo de los contenedores de basura madrileños... sus mecanismos de representación son una mala puesta en escena; en nosotros está si seguimos como espectadores o cerramos su telón.
Abrazos amigo... David.
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