-¿Café?
-Café.
-Decía
usted que no estaba de acuerdo con las tesis de esta filósofa,
Hannah Arendt, en cuanto explica el fracaso de la Revolución
Francesa, entre otras cosas, como consecuencia de la elevación de
los conflictos del alma a categoría política, según parece que
hizo Robespierre.
-No
se trata exactamente de eso. Lo que niego no es que una revolución
pueda fracasar a causa precisamente de esta clase de absorción, de
'anegación', como dice Arendt, de la esfera pública por los
sentimientos, por esa incomparable sinceridad que para los
revolucionarios franceses constituía la miseria, les malheureux
de Saint-Just. Solo me parece que diagnosticar como 'fracasos'
tales experimentos, con la comodidad que otorga la mirada teórica
post festum , supone en cierto modo un encubrimiento de la
realidad desde la que nosotros mismos erigimos nuestros juicios. ¿Qué
empresa humana ha consistido en un éxito sostenido a lo largo del
tiempo? Ni siquiera la tan amada Atenas pudo sobrevivir al suyo. A
fin de cuentas,el edificio político de la modernidad está fundado
sobre ciertos pilares fundamentales logrados en aquella época
convulsa, cuya importancia ha sobrevivido, por fortuna, al fracaso
histórico de la revolución.
-El
precio que se pagó por ello fue demasiado elevado.
-El
derroche de energía es lo que, según Nietzsche, caracteriza a la
especie humana.
-¿Denominaría
cortar las cabezas de los reyes un 'derroche de energía'? ¿Qué
tiene que ver el juicio sumarísimo, el chivatazo, la persecución
política, todas las prácticas que se llevaron a cabo en la época
del Terror, con el derroche de energía?
-Me
parece que frivolizas; toda empresa humana significativa está
manchada de sangre; el problema de Arendt, como me parece que es
también el de Habermas, es que idealiza la esfera política como un
ámbito en el que rige solo el orden de la razón, de un discurso
libre de intereses, de ideología, como si esto fuera posible; es la
misma estrategia retórica que habla de la democracia occidental como
de un acontecimiento histórico al margen de las presiones e
intereses sociales o económicos; o aquella otra que alaba el 'mundo
libre' sin hacer mención de las guerras ilegítimas, los bloqueos
económicos o el fanatismo religioso, por no hablar de su
colonialismo constitutivo.
-¿Qué
tiene que ver esto con la transmutación de las pasiones violentas en
categorías políticas?
-No
se puede extirpar la pasión del orden del discurso. No hace falta
recurrir a Robespierre o a Saint-Just para verlo: la esfera de los
'asuntos humanos', como gusta decir Arendt, la esfera pública, está
contaminada desde el principio por todo tipo de intereses,
malversaciones, desviaciones. Pretender separar analíticamente el
ámbito político y el ámbito económico y social- lo que es posible
como ejercicio académico o teórico- conduce a plantear la esfera
pública como un ente platónico, perteneciente al mundo de las Ideas
más que al mundo real. Hay quienes tratan de fundar teóricamente la
ciencia política- para ellos la pasión no es un buen candidato a
sujeto de la misma-, y hay quienes, como yo mismo, intentan
comprender las cosas como son.
-Arendt
hablaba del error que supone erigir en criterio de la acción una
'categoría' tan dudosa, indefinible y problemática como la piedad,
en tanto oposición conceptual de la hipocresía. El incorruptible
nunca puede estar absolutamente convencido de ser en todo momento
virtuoso, puesto que el alma es una sustancia engañosa y es posible
ser un hipócrita aún cuando uno mismo se tome por virtuoso, e
incluso puede suceder que uno llegue a ser consciente de la imposible
certidumbre acerca de su propia virtud; pero esa duda sobre uno mismo
lleva inevitablemente a dudar sobre la honestidad de los demás; aquí
se hallaría la base y el principio que darían razón del terror
revolucionario, el juicio sumarísimo, la persecución política, la
sospecha y, en definitiva, la psicosis paranoica típica de los
fenómenos revolucionarios.
-Arendt
estaba demasiado influenciada por su maestro Jaspers, y Jaspers había
conocido muy bien los 'hallazgos' de los psicólogos
existencialistas, dando por hecho que eran irrefutables. Pero todo el
tema del yo incognoscible, de la duda pascaliana, la destrucción del
yo consciente en Nietzsche y la transformación esquizofrénica de
las esferas vitales en Kierkegaard, todo lo que llamamos
existencialismo es producto de una época insegura, de la conciencia
de que el edificio de la civilización moderna se asentaba sobre
pilares frágiles, lo que, dicho sea de paso, es un argumento contra
el platonismo de Arendt. La ingeniería espiritual de los estoicos,
por ejemplo, no tiene nada que ver con esta clase de patologías;
Epicuro no es reducible a Rousseau; existen otras ingenierías del
espíritu que no se agotan en la inseguridad del yo típica del mundo
moderno, de Montaigne a Kierkegaard. Por supuesto, los psicólogos
del XIX y el XX, de Dostoievski a Freud, han iluminado regiones y
procesos no conscientes que nos ayudan a detectar los intereses y las
causas ocultas en toda experiencia comunicativa, pero esto es
distinto de la apelación a una serie de capacidades, cualidades o
virtudes que pueden producir en las masas un imaginario distinto de
aquel que dominaba el mundo aplastado por la revolución. El síntoma
no se puede transformar en sujeto, pero tampoco puede eliminarse por
decreto la existencia de la enfermedad. Se trata, entonces, de
convertir la pasión en un factor positivo para la vida política.
-Creo
que una cosa es reconocer que la esfera de la comunicación está
horadada por elementos ajenos a la razón discursiva, y otra muy
distinta promover esos elementos como las bases constitutivas del
discurso.
-Es
preciso un arte político de la pasión y un arte de la pasión
política. La contemplación de la injusticia no produciría efectos
sociales si no estuviera acompañada de la ira, de la indignación e
incluso de la repulsión hacia el vicio, la corrupción, el mal. En
los Proverbios bíblicos se habla de cosas que incluso Dios condena y
ante las que solo puede sentir odio; y se supone que el Dios
cristiano es idéntico al Bien absoluto. La intolerancia con respecto
de la desviación, del vicio, de lo que en definitiva puede corroer
el ámbito de la política, solo puede aplicarse con absoluta
rectitud si se encuentra asistido en todo momento por el desagrado y
la repugnancia moral hacia lo que tiende a corromper la vida pública.
Es de ese modo como la pasión bien entendida se torna polo necesario
de un orden del discurso que no flota sobre el aire, sino sobre un
orden en las pasiones humanas que no aborta de sí la participación
de éstas en aquel. No se trata de promover pasiones caóticas, sino
de elevar la pasión recta a principio moral de la acción; ello no
puede ser fundamento absoluto de la vida
política, pero sí el complemento corporal y vivo que puede
alimentar la razón discursiva; a fin de cuentas, somos humanos, no
autómatas. No podemos extirpar la esfera de la vida de su cuerpo
público y político.
-Las
razones que usted alega fundan y dan sentido a la política de los
regímenes totalitarios; el ejemplo de la Biblia es pavoroso; ¿Debe
ser Yahveh de los Ejércitos el modelo moral que ha de regular
nuestro ideal político?
-No,
porque yo soy ateo y me gustaría vivir en una República laica.
Ahora en serio: hablamos con demasiada ligereza de los regímenes
totalitarios, sin aislar sus diferencias históricas, sin analizar
sus formas de gobierno; y todo desde la placidez del presente, por
supuesto. Nada legitima nuestra prepotencia. Mucho menos en un estado
de cosas que ha prostituido la esfera pública de una manera que no
tiene antecedentes.
-He
de terminar. ¿Usted renuncia, entonces, a la comprensión mutua, al
establecimiento de un horizonte de diálogo en el que predomine la
negociación, la razón, el argumento, la comunicación? ¿Cual es
para usted la condición mínima del consenso?
-Depende,
por supuesto, de mi interlocutor. Si he de negociar con un adversario
político, pondré sobre la mesa una serie de garantías sociales y
políticas a partir de las cuales comenzar a hablar. Si tengo que
negociar con un sacerdote católico, un usurero o un mercader,
entonces no me quedan muchas opciones sino el tanque, la bala o la
guillotina: tales serían las condiciones mínimas que exigiría en
esa clase de consenso.
-Creo
que ha quedado suficientemente claro. Gracias por su tiempo.
-Gracias
a usted.
Fin
de la entrevista
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