Las fieras de la tertulia televisiva no son menos peligrosas que el veneno de la serpiente americana o que el contacto con un tiburón en las aguas del Atlántico. Su aparente inocuidad, que viene corroborada por un falso prejuicio- a saber, que quien expresa sus sentimientos en público apelando a la sinceridad y malgasta su tiempo de tertulia en tertulia no puede estar mintiendo al mismo tiempo (al menos no robando a manos llenas)- es el medio a través del cual envían y transmiten su virus mortal. El espacio público en el que se llevaba a cabo la excelencia y la virtud política, según Arendt, representa hoy exactamente lo contrario: el gallinero donde las pasiones más oscuras pueden manifestarse con total impunidad, vestidas de apariencia crítica y competencia profesional. La estupidez increíble de algunos tertulianos, capaces de negar la evidencia aunque se les coloque en la mano un clavo ardiendo, no obedece a una infausta herencia biológica- o no solo- sino que se resalta para justificar ese dicho popular de que los borrachos y los niños dicen siempre la verdad. Todo es tolerable mientras a uno no le envíen de golpe a un gulag en Siberia o lo fusilen por pensar de manera crítica. Tal es el único sentido que explica la tolerancia de las masas hacia eso que hemos llamado con cinismo democracia, a saber: la convicción de que las palabras son permitidas porque no tienen ningún efecto real.
E incluso esa tolerancia generalizada hacia la opinión también tiene sus matices. Todo lo que ponga en tela de juicio el consenso acerca del consenso- es decir, el relato hegemónico- es rechazado y vilipendiado como un acto infame, aunque se trate- como siempre- de una amenaza fantasma, como lo es cualquier crítica verbal al sistema desde el epicentro del sistema- en el que, por supuesto, habitamos todos, dado que el sistema no concibe la existencia de posiciones excéntricas en su interior-. Los "ataques al Estado de derecho" propios de la izquierda y de los movimientos sociales son repudiados con énfasis como los auténticos desestabilizadores de ese consenso político y social del que sentirnos orgullosos, aunque siempre se trate de soflamas inocentes y acciones meramente simbólicas, tales como enseñar los pechos en sede parlamentaria o azotar cacerolas en la calle.
El relato vacío y absurdo que domina nuestra vida política desde la Transición determina el horizonte de todo pensamiento posible, que a menudo no consiste sino en la reproducción estéril de aquel relato. La presión que ejerce el consenso sobre el pensamiento es tan asfixiante que no solo se conforma con trocar imposible la transformación de la palabra en acción, sino que exige también la prisión 'consensuada' de la observación crítica. Todo es susceptible de echarse al fuego de esta hoguera, todo es sacrificable en nombre del "Estado de derecho" y de los sagrados acuerdos- ya míticos- que lograron engendrar una democracia perfecta y eliminar para siempre el horizonte apocalíptico de la guerra civil. El problema reside en que la mayor parte de las veces- como el tertuliano sabe demostrar con fidelidad insuperable- la primera y más importante presa que se cobra este Moloch es la propia inteligencia.
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