Del movimiento de los indignados se ha dicho ya algo, si no es que bastante, y se seguirá diciendo. Todo ello a pesar de las dificultades del movimiento, que se ve obligado a transformar en respuesta y propuesta positiva todo aquel malestar negativo que aparentemente es consecuencia de una deficiencia por parte del Estado a la hora de vincular la esfera política a la esfera de intereses del ciudadano común. Poco ayudan por no decir nada aquellos instrumentos de formación de la opinión pública, como los medios de comunicación y los periódicos, nutridos de analistas asépticos cuando no de teóricos desligados de toda interacción con el hombre de la calle.
No digo nada nuevo si recuerdo que bajo la crítica de lo políticamente correcto a las respuestas contestatarias radicales y las facciones ideológicas no se encuentra el supuestamente neutral estado de Derecho, regido bajo el principio de la racionalización de las funciones públicas y la administración, y aparentemente ajeno a cualquier cosmovisión cargada de principios que vayan más allá de la distribución de los cargos y de la elaboración de leyes. En otras palabras, que bajo el supuesto estado de Derecho rige en realidad una ideología otra que no se presenta como tal, y que las mayor parte de las veces se encubre bajo un discurso de la secularización, del cual se ha eliminado teóricamente cualquier conato de ideología.
No se comprende de otra forma el rechazo general por parte de los formadores de opinión, tales como los analistas políticos, que recargan de epítetos como “radicales” o “violentos” a los que luchan de forma directa por sus derechos en un escenario de monopolio del poder enraizado en la administración estatal y la iniciativa privada de los bancos; no se comprende que bajo la secularización ideológica de la política se preserve como límite insuperable del discurso la apelación al imperio capitalista como única forma posible de organizar las fuerzas productivas de los estados; no se comprende, pues, que aquello que por principio debería estar a salvo de cualquier negocio ilegítimo- véase, el Estado mismo- colabore con las “ideologías de centro”- más propensas por ello a la prostitución con otras fuerzas de poder- que con la pureza de un ideario innegociable y que aporte no solo formas abstractas de organización y distribución del poder, sino un marco metafísico en el que todas las facetas del hombre puedan regularse con arreglo a un horizonte de expectativas pleno y no fragmentario.
Sé que con estas observaciones abro la puerta a todos los demonios que han sembrado de horror el siglo XX, y no solo el XX: desde Lenin hasta Hitler, pasando por el Ser Supremo de Robespierre, la ideología ha cavado su propia tumba y ha obligado a sus opositores a evocar, como defensa ante el totalitarismo, el espíritu de la burocracia administrativa del estado hegeliano. Con ello, se ha cerrado también el paso de un acceso directo al control del estado por parte del ciudadano: paradoja si se tiene en cuenta que el estado liberal está fundado desde la teoría en la primacía del pueblo como fuente primera del poder político. Pero si uno se acerca a los debates del movimiento de los indignados, encontrará también esta demanda pública, la cara más problemática, quizás, del movimiento, pero no por ello la menos urgente : me refiero a la necesidad de desfragmentar una vida regimentada y administrada por un Estado impersonal que no es capaz de inyectar un sentido a la vida de sus ciudadanos más allá de la necesidad básica de ir al trabajo y cobrar el sueldo a fin de mes. Las numerosas y contradictorias voces surgidas de este movimiento piden también una reforma que vaya más allá de lo meramente legislativo, que convoca a las fuerzas estatales a cumplir una función de integración de la vida social que se ha perdido en el transcurso de los siglos. Todo ello ha dado lugar a iniciativas chocantes, como esas iniciativas ciudadanas que comienzan a elaborar sus propios proyectos de ley y de organización de los recursos al margen de aquella condición que las haría significativas y reales: el poder.
Pero volvamos a los medios de comunicación: la campaña de propaganda que ellos secundan, casi sin excepciones, viene avalada por esa ideología subterránea que comienza con el principio de neutralización de Carl Schmitt y termina con la expresión indirecta de una ideología laica e impersonal cuya mejor manifestación podemos encontrar en el merchandising de empresas como Coca-cola o el Corte Inglés. Esta ideología subyacente pero más potente a la vez que cualquier ideología al uso convierte a los seres humanos en meros trámites de un proceso mercantil internacional que no respeta políticas, derechos ni fronteras. Esta ideología se ocupa también de transformar en “radical”, “antisistema” y “violento” a todo aquel que o bien propone un sistema de valores y conceptos centrado en la crítica a la desregulación del mercado internacional o al modelo de valores que propone este mismo sistema capitalista, o bien a todo aquel que lucha activamente contra un sistema que ha desactivado toda crítica legítima a su acción omnipotente.
Conectados con esta ideología, de la cual cabría hablar mucho, pero que se presenta como neutralidad pura y objetividad incuestionable, se encuentran los medios de comunicación, los analistas políticos, los periódicos. La utopía, que fue antaño idea rectora de toda teoría política, se arroja al basurero de lo infructuoso y marginal. Los grandes pensamientos políticos de nuestra tradición occidental se convierten en alegato del paria e insulto del descerebrado antisistema. Tanto es así que incluso dentro del movimiento de los indignados, se ha desterrado cualquier apología ideológica. Mas esto no representa solo un índice de la capacidad del capitalismo por desactivar cualquier crítica objetiva a su sistema, sino que propone un proyecto cuanto menos imposible. Porque la medida de esa supuesta objetividad anti ideológica que canalizaría la mayor parte de la indignación ciudadana se encuentra en el mismo modelo presuntamente no ideológico de anarquía de mercado que ha elaborado insidiosamente el capital internacional. Amén de la imposibilidad de estructurar un discurso coherente y omnicomprehensivo que sin embargo exige esta indignación fragmentaria y opuesta a ser convertida en pura mercancía.
No, no se puede postular críticamente el capitalismo sin convertirse automáticamente en un radical: Y es que un radical no puede negociar lo innegociable. Un radical es por ello mismo peligroso, porque pone en jaque el principio de organización de nuestro mundo contemporáneo. Lo opuesto es también cierto: El Papa como sujeto mezquino y representante del género porcino en Lutero tiene su paralelo, a día de hoy, en la puta de la democracia representativa a los pies del capital multinacional.
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