La indignación va unida a la ingenuidad. O eso nos han dicho. El movimiento 15M es un movimiento con buenas intenciones, qué duda cabe, pero está lleno de utopías buenrollistas y creencias irreales, como la creencia en la bondad del género humano. Frente a ellos, nuestros políticos son los verdaderos agentes de políticas realistas, quizá no tan benignas como querríamos, pero sin duda fieles a la realidad. Este discurso es de buena gana aceptado por los sujetos principalmente atacados por el movimiento: los políticos.
Pero las cosas no son tan fáciles. Un análisis exhaustivo del movimiento nos lleva a derribar esa tesis tan querida por el ministro Bono según la cual el movimiento 15 m se reduce a un anarcopacifismo irreconciliable con la aplicación de políticas concretas en el marco de la política real. Las divergencias, seccionamientos y matices del movimiento hacen que esta forma de concebir la política del mismo sea la verdadera forma utópica e irreal. En este sentido, muchos de los analistas externos y políticos de tres al cuarto son los que verdaderamente están muy lejos de comprender lo que aquí ebulle, siendo ellos por tanto los que viven en un mundo irreal.
El conocimiento público de ciertos salarios entre nuestros dirigentes y su forma abstracta y teórica de comprender lo que por otra parte son necesidades básicas del tejido social y ciudadano, entre otras muchas cosas, demuestran esta ineficacia para vivir en el mundo real. El mundo real, que cada vez se aleja más de la clase social privilegiada constituida por nuestros políticos actuales, está más allá de su propia comprensión. Cada vez es más patente que la clase política se encuentra desarraigada del tejido social de la vida productiva, absorta en funciones abstractas y ocupando bastidores de control social más allá de la existencia inmediata. Pero volvamos al movimiento.
Un movimiento difícil de comprender. Unidos de forma relativa por sus objetivos comunes, pequeños y medianos empresarios, trabajadores de todos los sectores, amas de casa, estudiantes, profesores, albañiles, feministas, anarquistas y pequeños comerciantes establecen poco a poco lazos de comunicación y de existencia que habían quedado abortados bajo la férrea administración y organización de la vida por parte del régimen capitalista. Una identidad difícil y movediza, que sin embargo logra monopolizar pequeñas barricadas desde donde lanzar su mensaje crítico y renovador. Un movimiento heterogéneo, conflictivo y paradójico no en pocos puntos, que se alimenta de su heterogeneidad precisamente para no constituirse como grupo representativo de un pueblo que no hace falta representar. Porque el verdadero pueblo está en la calle. Y es que el pueblo no es el pueblo en su totalidad, sino el pueblo consciente, aquel pueblo que constata de forma activa su posición real en el centro de la sociedad.
¿Podemos imaginarnos algo menos utópico y más realista que esto? De hecho, tal realismo es una de las debilidades prácticas del movimiento. Su incapacidad para tolerar cualquier tipo de representación les obliga a reducir sus iniciativas a los iniciales dilemas del movimiento. Su incapacidad para tolerar la corrupción política les obliga a organizar sus vidas de forma paralela al gobierno de las instituciones públicas. Su deseo de acometer un proyecto real de democracia participativa les obliga a proyectarse en el espacio público de forma muy lenta, con grandes dificultades y con no pocas penalidades. Todo ello bajo la base de una fuerte conciencia sobre qué es lo que se quiere y qué es lo que no se quiere. En pocas palabras, y como ya hemos observado antes, los vicios del movimiento representan su virtud: la virtud de no querer engañarse en ningún momento. Nada menos utópico.
Pero es que además lo propiamente utópico es lo único que establece la auténtica regimentación bajo la cual son posibles aquellos cambios que en la boca de nuestros políticos se convierten en pura demagogia. Invirtiendo el argumento, es aquí, en la esfera seccionada y alienada del mundo político, donde la franca incapacidad de asumir la realidad por parte del sujeto político se conforma en patología institucionalizada y legalizada. Es entonces cuando Rubalcaba se siente vocero de las necesidades del pueblo, luchando de forma fantasmal contra el ente económico divinizado por el capitalismo, cuando agentes políticos de la más dudosa factura enarbolan sus propuestas como si se las creyesen, y cuando, en fin, se conforma e institucionaliza la esquizofrenia política.
Un último ejemplo: la portavoz del PSOE haciéndose eco de que lo que demandan los ciudadanos es un mayor acercamiento hacia ellos por parte de la clase política. He aquí el mejor ejemplo de irrealidad y esquizofrenia. No, no se ha enterado, y no lo hará nunca. No queremos un mayor acercamiento por parte de la clase política. Queremos su disolución.
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