Si seguimos la distinción de Martínez Sospedra entre partidos de catch-all o partidos de masas electorales y partidos de masas, casi cabría decir que estos últimos, a pesar de su potente carga ideológica o precisamente por ello, nos ofrecían elementos más dignos y más propiamente políticos que las modernas máquinas de merchandising que se hacen llamar “socialistas” u “obreras” y que solamente tienen de tales su título. En efecto, el análisis teórico pone en otro nivel las mismas intuiciones del sentido común que estos días encuentran ecos masivos: la percepción de que no hay diferencia entre unos partidos y otros, el hecho de que la clase política es una clase en efecto ajena a la sociedad civil y con privilegios frente a ésta y un largo etcétera. Todo ello aparece como expresión de un malestar creciente que tiene su justificación también en el ámbito teórico.
No solamente es esta aplicación de una política que utiliza de forma ilegítima los medios de comunicación de masas para vender su mercancía cual empresario capitalista, lo que ha derivado en el desprecio de la clase política por parte de la ciudadanía; es también su ideario obsoleto y sus señas de identidad arcaicas, ante una realidad que sobrepasa con mucho semejantes categorías y que genera más problemas ante el análisis que soluciones y esperanzas. Que el gobierno actual esté en manos de un “partido socialista obrero español” no solamente es ridículo desde la perspectiva de su evidente falsedad, su aparente cebo ideológico que solo sirve a los intereses del mantenimiento de la organización política como tal, sino también desde la perspectiva obsoleta según la cual el perfil “obrero” seguiría siendo una categoría analítica válida como representativa del grueso de la población. El paso de una sociedad industrializada a una sociedad del bienestar y basada en el sector servicios dinamita muchas de las categorías bajo las que también se encuentran organizaciones ideológicamente arcaicas como los sindicatos, basadas en la figura analíticamente obsoleta del “trabajador”. Lo cual no elimina un dato básico de la vida social de nuestro tiempo, que es también la de la modernidad en general: el hecho de una clase que posea los medios de producción y una clase asalariada, y los conflictos entre una y otra.
Se trata por tanto no solo del descrédito de una forma de entender la política que parece más bien la venta de un eslógan a través de la manipulación de la opinión pública mediante el merchandising electoral, sino también de una polarización que subsume la complejidad de las nuevas formas sociales en la categoría de luchas de clases no representativas del electorado en general. Bien que no hay que perder de vista que el electorado no es un grupo de opinión que se produzca a sí mismo sino que, más bien, viene moldeado ante todo por la fuerza de los medios de comunicación y en concreto del papel nada despreciable de la prensa. Si esto es cierto, entonces lo que falla en la organización de una opinión pública que sí está cuanto menos de acuerdo con un rechazo general a la forma de entender la política que tienen los actuales partidos políticos, es quizás esa organización clave de gestión de la opinión que resulta de forma paradigmática ausente en nuestro tiempo. En efecto, el sindicato, la familia, la iglesia como enclaves de formación de la opinión han dejado de cumplir la función de organización que tuvieron antaño. Mas ello no significa que las “multitudes” (por usar el término de Negri) sean ahora más libres que antes para poder pensar, o que la actual política democrática dividida entre una entronización de la clase política y la administración pública y por otra parte la utilización de la política misma como instrumento de ayuda a las iniciativas del libre mercado no impliquen serias consecuencias de calado ideológico en el grueso de la población.
De hecho, tener en cuenta esto supone privilegiar un modelo de análisis u otro. De una parte, un análisis marxista vería un continuo en las formas democráticas actuales, la expansión del mercado internacional y la dependencia estricta de estos procesos por parte de la clase asalariada, junto con las consecuencias superestructurales derivadas de ellos. En esta línea, se podrían entender muchas de las realizaciones culturales de nuestro tiempo bien como ausencia de significados trascendentales más allá de las relaciones sociales producidas por el mercado, bien como apología de las mismas (como en Warhol y el pop art). Respecto de la dimensión propiamente filosófica, las consecuencias metafísicas de la ideología del mercado son bien evidentes. Toda la discusión del nihilismo en filosofía desde Nietzsche hasta Weber debería (o eso creo) tener cierta conexión con esa ausencia en nuestro tiempo de esos enclaves de organización de la opinión pública, que son también producto de la decadencia de la ideología burguesa y de sus disfunciones o duplicidades. Y en este punto se vislumbran también las dificultades que tienen que afrontar movimientos como el 15-m.
Como movimiento, el 15-m tiene frentes sumamente confusos: de una forma se podría entender como manifestación espontánea de la voluntad de la sociedad civil por exigir una forma política más justa. En este sentido, el 15-m sería simplemente una forma de expresión social, bien que no exclusivamente social sino también política, en la medida en que quiere vincular esta con la voluntad general. Y es aquí donde el movimiento se precipita en otra de sus indefiniciones: puesto que las propuestas propiamente políticas del movimiento exigen de alguna manera una acción concreta encaminada a hacerlas posibles. De otro modo no tendría sentido siquiera proponerlas.
Pero junto con esta indefinición, que sitúa al 15-m entre la categoría de un movimiento social y un movimiento político, se da la circunstancia de que este movimiento se ha hecho cargo -quizás, creo yo, con un sentido de excesiva e innecesaria responsabilidad- de toda la complejidad que la sociedad de hoy supone. Frente a los monolíticos antagonismos de los partidos y sindicatos (ya sea en el binomio trabajador-patronal, asalariado- empresario o competidor en el mercado- paria de la sociedad), el 15-m ha decidido asumir la enorme complejidad social de un mundo que no es blanco ni negro, que no puede sintetizarse en una sola categoría, ya sea económica, ideológica o social, y que incluso transgrede los antagonismos analíticos clásicos al mezclar elementos dispares entre sí e incluso contradictorios.
Junto con estas dificultades, al movimiento 15-m se le añade la ausencia de ese factor que siempre ha cohesionado- de forma falsa, artificial y manipuladora, por supuesto- el grueso de la opinión pública. Eliminada por principio la legitimidad de una élite intelectual que fundase el marco teórico donde dar cauce a las necesidades que esta población expresa, absueltos de sentido desde el principio la autoridad teórica de las antiguas organizaciones moldeadoras de opinión, y dudando cada vez más de la capacidad orientativa de los medios de comunicación tradicionales, el sujeto -fundamentalmente unido y definido de forma virtual a través de internet- político de la indignación se enfrenta a un debate quizás interminable en el ágora de un mundo que no cabe en categorías. Y si esto es lo hermoso del movimiento, es también lo que puede ralentizarlo de cara a tomar un papel activo en la realización de sus intereses.
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