Nuestro tiempo actual es el tiempo del escrúpulo. La postmodernidad nos ha educado en la auténtica posibilidad de convertir los problemas históricamente insolubles en estrategias no dualistas, rizomas alternativos o espacios indeterminados. Todo esto está muy bien, pero cuando aplicamos esta lógica a la complejidad del tejido social los antiguos dilemas parecen manifestarse de forma más dualística que nunca, haciéndonos recordar que nuestra pretendida superación de la metafísica está hoy por hoy lejos de cumplirse.
Con ello viene asociado un escrúpulo. Este escrúpulo está, a su vez, deducido de la renuncia a la creencia en la verdad, en la asunción de un relativismo más que difundido, en el que toda creencia estable se disuelve en el horizonte indeterminado de la posibilidad. El escrúpulo relativista asociado a la creencia de que toda aplicación histórica de determinadas ideologías es intrínseca a estas mismas, nos ha alejado de cualquier cosmovisión coherente que pueda dar una forma determinada a la manera en que comprendemos el mundo. Esto es positivo, en la medida en que nos ha alejado de los totalitarismos ideológicos, pero es ingenuo, en la misma medida en que suaviza las tensiones insolubles propias de los conflictos reales que genera la sociedad humana. Y es negativo, en último lugar, cuando crea un escrúpulo hacia toda convicción determinada.
Seamos, pues, relativistas con el relativismo. No todo es malo en él, aunque por cierto una de sus últimas consecuencias negativas nos va a costar un ojo de la cara. El escrúpulo hacia posiciones políticas determinadas, derivadas de un rechazo hacia la ideología, por una parte, y una utilización y perversión histórica de la misma, por otra, son la causa de que hoy queramos disolver todas las etiquetas políticas y creernos que es posible la ingenua figura del ciudadano imparcial, tolerante y dispuesto a crear, con el resto de todos los demás, su ciudad utópica y pacífica ideal.
Lo último es la más cara ingenuidad y aporía que atraviesa de lado a lado el movimiento de los indignados. La autocreencia que este movimiento ha querido inyectar en sí mismo como movimiento inclusivo y abierto es una autocreencia dudosa, y ahora más que nunca. El pacto del euro y la crisis financiera han ido derivando al movimiento hacia posiciones cada vez más críticas con el capital. Si esto es así, como todo lo parece indicar, tenemos un problema. Si el problema es el capitalismo, adiós a la inclusión y la tolerancia. Porque- y bienvenidos con ello a la realidad de la constitución del sistema social del capitalismo- la fórmula social del capitalismo es la ecuación que asigna libertad a cambio de desigualdad. Si esto es verdad, la desigualdad social destruirá una de las premisas del movimiento. Y en efecto, eso es lo que supone la tendencia actual de los mercados y la aplicación de las políticas económicas de los gobiernos de Europa. Si se cae la clase media- y parece que el movimiento de los indignados pugna como loco por revertir este proceso- la desigualdad creciente agudizará los conflictos de clase. Y con ellos la inclusión de todos los ciudadanos se convertirá en la mayor utopía imaginable.
Pero es más, el movimiento descubre poco a poco que esa desigualdad no es futura. Está ya aquí. Oh, la caja de Pandora se ha abierto. Cada vez estamos más cerca de esa descripción social terrorífica y dogmática de Marx según la cual el Estado de Derecho es el Estado de la clase burguesa. El movimiento se va dando cuenta poco a poco de estas cosas. La famosa clase media es una ideologización que oculta las situaciones de penuria de numerosos hipotecados que viven ya al borde de la exclusión social. En consecuencia, el movimiento se aleja de convertirse en la voz de un pueblo entero, para convertirse en la voz de un pueblo consciente que cada vez se da cuenta de que será, en el futuro, una utopía pretender la absoluta armonía social y ciudadana en medio de un tejido social dispar y cada vez más injusto.
Con ello, también se desploma la ideología de la clase media oscurecida por la ideología superior del capitalismo, que es sin duda el postmodernismo. La indeterminación no es tal cuando ya podemos ver con nuestros propios ojos la injusticia del sistema. En medio de este horizonte, la única posibilidad que sea a la vez la tumba del sistema y la justificación de la a-ideologización del movimiento de los indignados será la de un dualismo cada vez más subrayado, entre los dominados y los que poseen el capital, entre los asalariados y los patrones. Pero tampoco esto eliminará la aporía. Al contrario, se constituirá en otro nivel, un nivel ciertamente global, y ciertamente anticapitalista: la lucha de la clase desposeedora contra la clase poseedora. Solo que será tal la cantidad de personas que integren la clase desposeedora, que su número se identificará entonces con el conjunto del pueblo. Sería el fin del capitalismo, la revolución sangrienta. Pero estamos aún lejos de este horizonte, aunque todo ahora apunta hacia él. El escrúpulo político ha permitido a la clase poseedora beneficiarse de las catástrofes históricas que ha perpetrado una ideología mal comprendida y horriblemente aplicada. Este escrúpulo nos dice que es vergonzoso ser de izquierdas- tanto, ciertamente, como ser de derechas-. El movimiento de los indignados ha recogido esta sensibilidad y se pretende neutro a estas diferencias. Pero si es verdad que una de las razones de este movimiento la ha constituido la alarma ante el creciente poder del capital y la agudización de las injusticias sociales, entonces el mismo movimiento está abocado, poco a poco, a destruir esa neutralidad.
Lógicamente. ¿Cómo podré incluir en mi grupo de trabajo a aquel que está a favor de la usura que subyace bajo la libre competencia del sistema capitalista, a favor del sistema de precios y del cálculo económico? El capitalismo ha utilizado la dosis crítica y filosófica del postmodernismo y las maldades de la política comunista aplicada para demonizar todo conato de perspectiva ideológica firme, como si la política del capitalismo de mercado fuera neutral y el sistema de precios tan natural como el crecimiento de las alcachofas. Y es aquí cuando los grandes revolucionarios, con décadas de militancia, se desesperan con los indignados. Es aquí cuando el socialista revolucionario coge su megáfono y sus bártulos y dice: me marcho. Pero que tenga paciencia. Si las cosas van a peor, al pueblo no le quedará remedio: o será de izquierdas o no será.
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