Cuando
nuestro presidente de gobierno afirma que “la realidad” le ha
obligado a renunciar a sus deseos políticos, no está precisamente
contribuyendo a mejorar la mala imagen que de la política tienen los
ciudadanos, sino más bien todo lo contrario. La razón de todo ello
es que la afirmación del presidente acentúa más aún una de las
claves en las que se fundamenta el descontento general con la
política, a saber: la idea de que en un plano general, la política
está inutilizada contra las fuerzas exteriores que la determinan, y
la idea de que en un plano particular, el sujeto político concreto
responsable de las grandes decisiones del gobierno- en este caso, el
presidente- está inutilizado con respecto de las fuerzas exteriores
que lo determinan. En este último caso, tal determinación viene a
justificar la percepción generalizada que convierte a la política
en un ente autónomo con respecto de las subjetividades concretas, y
a éstas en una subjetividad manipulada y determinada exteriormente
por procesos políticos cada vez más independientes y sometidos a su
vez a procesos económicos autónomos. Mas la autonomía del estado
es autonomía solo con respecto de la voluntad política particular;
y es que esta autonomía relativa obedece las órdenes de una
determinación mayor: el inconsciente de la política actual, el
verdadero fantasma en la máquina, el capitalismo financiero.
Esta
autonomía del aparato de estado puede formar parte, entonces, de esa
percepción generalizada que convierte al político en blanco de
innumerables críticas. La idea de que el aparato de estado forma una
maquinaria autónoma, con respecto de la que ningún sujeto o
voluntad subjetiva representa una voluntad autónoma, la idea de que
el estado forma una máquina independiente, con una estructura que
debido a su propia esencia anula cualquier intento de modificación
subjetiva que influya realmente en el organismo de la sociedad,
fundamenta también las revueltas populares y la lucha en las calles
de los colectivos y movimientos sociales. Pero quizás existe una
razón más profunda que, de manera consciente o inconsciente,
también influye en esta negativa percepción. Desde el momento en
que se contempla exteriormente la maquinaria del estado como un lugar
de inmutabilidad, de simple distribución de funciones sociales y
políticas, el estado aparece como el lugar por excelencia del
monopolio del poder y de la conservación a largo plazo de ese
monopolio. El estado no aparece entonces como el lugar público por
excelencia, el ágora desde el que dinamizar, dar sentido y
fundamentar políticamente la vida activa de sus ciudadanos, cuanto
un mecanismo abstracto, insípido, impersonal y estático, sujeto
solamente a conservar y mantener en el espacio y en el tiempo las
relaciones de poder.
Esta
apariencia estática converge además con aquella disolución de la
historia que venimos padeciendo desde la aparición del
postmodernismo como justificación teórica y cultural del
capitalismo. La idea de que la historia no tiene fines, el aserto
nietzscheano que mediante la tesis del eterno retorno rompe cualquier
idea filosófica que tenga metas u horizontes, se ha establecido para
largo en el terreno político. En suma, se ha arrojado fuera de la
vida política la idea de transformación. La aceptación
generalizada de la repetición ha traído también la disolución de
aquellas antinomias platónicas tan odiadas por los postmodernistas,
sin las cuales es imposible pensar el cambio; la destrucción de un
pensamiento dialéctico que hacía posible la apariencia como algo
distinto de la realidad- en Hegel y en Marx- y que establecía la
distancia necesaria para poder pensar un mundo mejor, ha sido
brutalmente destruida estableciendo en su lugar un horizonte
parmenídeo, esférico en sí mismo, en el cual es imposible pensar
el cambio, porque no hay cambio posible que pensar. Es en este
horizonte ideológico y post-filosófico que se enhebra la realidad
de la política y la función del estado en nuestro tiempo: el
mantenimiento ad infinitum de las relaciones de poder es la
manifestación fenoménica de la idea postmoderna según la cual la
eternidad tiene lugar en el presente; el tiempo mesiánico irrumpe de
forma violenta en el presente mediante la concepción que afirma la
eternidad del capitalismo y la economía de mercado.
Se
trata, en suma, del destierro de la historia. El fin de la historia,
la filosofía de la historia, sirvió en su día como esquema
regulativo- al decir de Kant – como ley tendencial hacia la que
caminaba la humanidad. Erradicados los fines de la humanidad, el
tiempo mesiánico se descubre como actualidad y presente, destruyendo
entonces todo posible horizonte más allá de esta actualidad. Si no
hay fines para la humanidad, tampoco hay necesidad de cambio ni de
una transformación radical. La palabra que sustituye a esta última
es la de reforma, que no es sino el mecanismo que regula la
estabilidad de la máquina, que hace posible por tanto la continuidad
del sistema con un mínimo de mantenimiento. Como escribió en un
artículo Jürgen Habermas, se conforma la imagen de “un cuadro
reformista de regímenes políticos que se suceden unos a otros en un
ciclo sin fin, como los descritos por los cuerpos celestes”. Ahora
bien, pensar el estado como la transformación- o superación- del
estado, como la modificación de los fines y de las funciones del
estado, a fin de convertir este en la organización superior y
verdaderamente representativa de las masas dominadas, exige
pensar también en las condiciones de posibilidad de esas
transformaciones. Es preciso insuflar la voluntad de transformación
en el sujeto político implicado en la maquinaria estatal, haciendo
de ésta el lugar de la acción y la transformación de las
relaciones sociales que se quieren superar; pero también es
necesario calibrar
primero cuál es la naturaleza propia del estado actual- si es que
existe- con el fin de saber qué tipo de herramientas se pueden
utilizar para cambiarlo. Es evidente que la implicación del estado
en el sistema económico financiero hace que este proceso de cambio
no pueda limitarse a la esfera política; es ahí donde la política
debe expandirse tanto hacia el exterior – los movimientos sociales
y la voluntad popular- cuanto hacia el interior- sus propias
dependencias y su naturaleza intrínseca.
La
erradicación de la historia permite también que la memoria de la
misma resulte un acto digno de aguafiestas. La molestia por la
“memoria histórica”, por recordar que nuestro estado democrático
tiene raíces fascistas, la impunidad de los asesinos y la desolación
de las víctimas no reparadas, converge con este carpe diem que es la
fórmula ideal del postmodernismo y del mantenimiento acrítico del
capitalismo tardío, pero también fundamenta el necesario olvido
sobre el que se levantan nuestras estructuras democráticas, tan
convenientes para los que okupan
la política con el fin de mantener las relaciones de poder y alejar
el riesgo de peligrosas subversiones.
La
oligarquía, el capitalismo financiero y la derecha política odian
la historia. Primero, porque saben que la historia es el terreno de
las transformaciones sociales y políticas, la demostración
cronológica de la lucha de clases, y sobretodo porque la historia
demuestra que el poder político es frágil y evanescente. La derecha
política teme reflexiones como las de Marco Aurelio, quien teniendo
como fondo la vanidad de todos los seres de la naturaleza, sabe de
las miserias relativas a las posiciones de poder en el mundo
terrenal. Mas no solo odian la historia, sino que también quieren
ocultarla a los demás. La tesis de la derecha popular según la cual
“las cosas siempre han sido de este modo” es la negación de que
la historia se mueve mediante transformaciones continuas. Nada más
falso. Es Heráclito y no Parménides quien redacta las leyes de la
historia.
Pero
la historia no se agota con las transformaciones: suya es la ley de
la memoria, sin la cual tampoco hay horizonte ni futuro. La memoria
fundamenta el presente y le otorga sus razones; por eso todo proyecto
político transformador ha de triangular en su discurso la reparación
de las víctimas, el recordatorio de quiénes son los perdedores
sobre cuyos restos se levantaron las estructuras de poder que hoy nos
dominan, y vincular esta memoria con un proyecto de futuro que no se
limite a la tediosa gestión de la actualidad pública, sino que
tenga en mente, como límite y a la vez como ideal regulativo, la
emancipación de la humanidad y la expansión de todas sus
capacidades, idea sin la cual pensar la vida humana quizás no
merezca la pena.
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