Si
de algo han servido las movilizaciones masivas surgidas a raíz del
15m, diríamos que al menos han logrado marcar un hiato, el fin de la
aceptación de un modelo de organización social basado en una serie
de rasgos característicos y que se daba por supuesto como, al decir
de muchos liberales, el mejor de los sistemas posibles, dando por
sentado que en política no hay sistema perfecto y que es preferible
elegir lo menos malo a lo mejor pensado pero malo por improbable o
irrealizable. O al menos es esta la tesis que habitualmente pergeñan
muchos liberales, incluyendo también a filósofos críticos con el
socialismo como Popper o Kolakowski. Si para el primero es urgente
pensar una ingeniería social fragmentada frente a la ingeniería
social total de tintes prometeicos y absolutos del marxismo clásico,
para el segundo el mal es un bien relativo en cuanto antídoto contra
el bien absoluto que, encarnado en la figura del estado totalitarista
y proteccionista, anuncia en nombre del bien el terror bajo la
bandera de la coacción y la destrucción de la libertad individual.
Y
es que una vez conocidos los horrores de la antigua Unión Soviética,
las hordas liberales pusieron el grito en el cielo contra el
intervencionismo estatal y la utopía de la redención y la justicia
universal. Volvía a aparecer el sujeto como fin en sí mismo, de
raíces kantianas, un sujeto, a decir de Popper, autónomo y con
capacidad de decisión propia, libre para elegir sus opciones morales
y, siguiendo al epistemólogo, inserto a la manera de una conciencia
flotante en un mundo en el que solo se trata de resolver problemas
dados mediante el método- absoluto- del ensayo y el error. En
cualquier caso, el estado -y el estado en funciones de juez
universal- aparece como el mayor peligro para la democracia liberal,
que debe ante todo garantizar el menor sufrimiento posible, en lugar
de intentar asegurar por cualquier medio la máxima felicidad para
todos, toda vez que ese intento lleva a la segura destrucción de la
libertad individual.
En
primer lugar, parece que Popper se excede en adjudicar funciones al
fin último del marxismo. Es verdad que las raíces del marxismo
tienen un componente -genético y en todo caso último- teológico,
en el sentido según el cual utiliza Karl Löwith el término: en la
doctrina marxista ocupan, desde luego en el lugar más fuerte de la
teoría -que no en la praxis- temas fuertes de la filosofía
tradicional como la filosofía de la historia, los fines de la
historia, la razón en su sentido hegeliano y en clave de totalidad-
como nos recuerda el propio Lukács- y similares. Como decía Engels,
el proletariado es el heredero del idealismo alemán. Pero Popper se
equivoca en la medida en que la teoría y la práctica políticas no
están tan unidas como sospecha. Es verdad que el marxismo se enmarca
en un contexto filosófico más amplio- y si se quiere, metafísico-
pero también lo es que las mayores conquistas sociales de nuestra
historia provienen de muchas de sus reivindicaciones y conceptos, que
han permitido que ideas otrora impensables de aplicar como por
ejemplo la sanidad gratuita, el derecho a la educación, los derechos
de la clase trabajadora y otros fundamentales para entender nuestra
moderna democracia se hayan podido producir como realidad tangible y
límite a partir del cual definir incluso nuestro modelo de sociedad
deseable.
Los
movimientos sociales más recientes de nuestra historia en España
son el síntoma y en último término la demostración – que luego
hemos corroborado por desgracia- de que ese límite se ha sobrepasado
y, con ello, muchos de los argumentos más famosos de los filósofos
liberales comienzan a resultar desgastados. Cada día que pasa,
comprendemos con mayor nitidez que el peligro de nuestras democracias
no es el paternalismo estatal ni los fines metafísicos de
determinadas doctrinas supuestamente indemostrables, sino el mercado,
ese lobo con rostro indiferente que no mira la calidad de su víctima
antes de matarla. Y junto con el mercado, un estado parasitario del
mismo y colonizado en gran medida por él. Si el estado es hoy un
peligro, lo es por estar en manos del anarco-capitalismo- por usar el
magnífico término de Hinkelammert- y no por sus supuestos poderes
monstruosos. De arriba a abajo, el estado ha perdido todo poder,
inmerso en un contexto de globalización neoliberal en el que la
política es solo un apéndice de un mercado suicida y sin control.
Otro
motivo más para recordar a Popper. Donde nuestro autor veía un
peligro- en la absolutización de los fines, en los fines a largo
plazo, en definitiva, en la teleología- recomendando la racionalidad
inmediata de medios- fines propia de su epistemología científica,
vemos hoy un tigre de papel, sustituido por un monstruo mucho más
tangible y más propio de esa racionalidad inmediata medios- fines
que de aquel viejo teleologismo de cuño hegeliano y ya fenecido. En
definitiva, la racionalidad instrumental que evoca Popper para ir
progresivamente resolviendo los problemas inmediatos de nuestra
sociedad- punto por punto, institución por institución- aparece
ahora como más propia del comportamiento del mercado internacional-
que es capaz de arruinar o tumbar un país entero gracias a la subida
maníaco depresiva de la prima de riesgo de ese día- que de una
sociedad racional cuya meta inmediata es resolver los problemas que
su propio progreso va proporcionando.
Con
esto último se derriba otra de las tesis famosas de Popper, y
también del comportamiento de una cierta parte de la izquierda. Que
no hay progreso -ni revolucionario, como en la ciencia, ni
progresivo, como en la sociedad- es un hecho cuyo ejemplo empírico
lo estamos viviendo en estos momentos, en este país: se desarma la
sanidad gratuita y universal, se destrozan las garantías sociales,
se recompone el fascismo mediante la implementación de los elementos
más reaccionarios y oscurantistas, y se sustituye el folclore
trasnochado por la investigación científica. El sujeto liberal de
Popper parece bastante torpe a la hora de aplicar el fabuloso método
del ensayo y el error, aplicado a la vida social y política.
La
realidad a día de hoy es que el sujeto liberal comienza a tener
hambre. El sujeto liberal está desnudo, sin futuro, anclado en un
impasse civilizatorio que espera un estallido social, un cambio de
modelo a largo plazo o el replanteamiento general de los fines de su
especie. Con la muerte del estado del bienestar, el relanzamiento a
nivel general del fascismo encubierto- y no encubierto- y con el
despotismo absoluto de la Troika y el FMI, la sociedad se disgrega y
se enfrenta cada vez más entre sí. El diálogo democrático se
resquebraja para mostrar su cara más real y dura. Retomando el viejo
dilema de Habermas, hoy el interés ha vencido y se ha demostrado más
real que el conocimiento. En otras palabras, que la democracia es tan
solo el velo bajo el que intereses opuestos se juegan su existencia.
Hay
que decir algo a favor de Popper. Y es que, invirtiendo el objeto de
su método, también hoy hay que aplicar la radicalidad pragmática,
inmanente e inmediata de medios- fines, en suma, la racionalidad
instrumental. Hoy es preciso ser técnico con el enemigo. Trabajar
como un científico con el organismo enemigo. El viejo juego del
diálogo intersubjetivo ha demostrado su fascismo radical oculto. Ya
no hay excusas para aplazar la guerra. La racionalidad medios- fines
nos invita a estar siempre al acecho, a descubrir al cínico detrás
de la palabra, al enemigo detrás de la justificación. Quizás,
junto con el cambio de modelo necesario, es preciso garantizar en
todo momento que una cosa está bien clara: hoy el sujeto de la
filosofía pasa hambre, y es que sus dueños le están quitando la
comida de la boca. Hoy el demonio de Kolakowski- el demonio
disfrazado de Bien- no es el estado, sino el mercado -y el estado
atravesado por la lógica del mercado: el Mal mismo, el Mal sin
máscara.
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