El tiempo de las grandes
explosiones ha pasado. La transvaloración axiológica sugerida una
vez por Nietzsche ha llegado a su culminación. Antiguos valores
pasan a considerarse como actitudes peligrosas que ponen en riesgo
nuestro tranquilo mundo contemporáneo. Pero en un Occidente cada vez
más acuciado por sus convulsiones internas, conviene reconsiderar
algunas de las evaluaciones morales que hemos dado por supuestas. El
antiguo valor otorgado a fenómenos como el fervor religioso pasaron,
en su día, a representar un peligro monstruoso que ningún loco se
atrevería a considerar como un camino transitable. El fervor
religioso y metafísico, en su vertiente política, se convirtió en
un arma de consecuencias terribles para el destino de Occidente. El
pathos, quizás considerado una vez el programa mínimo que
salvaba de la mediocridad del filisteo, se transformó en las manos
de individuos como Hitler y Mussolini en un instrumento de guerra y
muerte que nos alertaba sobre el peligro de la exaltación. Una
exaltación que llevaba a individuos como José Bergamín, fascinados
con los éxtasis religiosos y políticos, a portar alegremente una
pistola cuando paseaba por la calle.
La dinámica de la
modernidad fue, en este sentido, una dinámica explosiva.
Desde la apología del sentimiento guerrero en Jünger hasta la
invocación de la patria de los dioses en Heidegger, pasando por la
experiencia estética y política de la Caballería Roja o el
surrealismo nihilista de André Breton- quien, recordemos, decía que
“el acto surrealista más simple constitiría en salir a la calle
con un revólver en cada mano y, a ciegas, disparar cuanto se pueda
contra la multitud”, el Übermensch nietzscheano ha
consistido cada vez más en un individuo que se rebelaba contra la
amenaza del tedio, contra la estabilidad política, contra la
secularización de los grandes sentimientos. Incluso en alguien tan
poco sospechoso de amar la exaltación como Max Weber late esta
preocupación, de la cual se hace eco Roger Bartra en El duelo de
los ángeles: las estancias del gran sociólogo en Ascona
demuestran que el camino último de la moral luterana era un callejón
sin salida. Sea como fuere, lo cierto es que esta época explosiva
llegó a su punto culminante en la amenaza de destrucción global,
representada por el enfrentamiento directo entre dos grandes
potencias que cobijaban proyectos y destinos opuestos para el mundo
en su totalidad: La Unión Soviética y Estados Unidos, la primera
representando el último apéndice de la filosofía alemana puesta en
práctica- tal y como sugirió Engels al colocar al proletariado como
el heredero legítimo de la filosofía idealista- y la segunda
coqueteando con ocultar y mostrar, en una unidad dialéctica
altamente sospechosa, su profunda intención: la colonización del
mundo entero, en palabras de Hardt y Negri, la consolidación de
Estados Unidos como una consolidación imperial.
El derrumbe de la Unión
Soviética podría señalar, como boceto experimental, el cambio de
un paradigma explosivo al de un paradigma implosivo. La
época de la explosión, que culmina fotográficamente en Hiroshima y
Nagasaki, da paso a una época implosiva, en la que las grandes
tensiones que atravesaron buena parte de la cultura occidental se
destensan en una plétora superficial de imágenes, fantasmas,
espectros y reproducciones que no conocen el significado de la
diferencia entre imagen y realidad. Primordialmente porque, como nos
recuerda Negri, el exterior ha dejado de existir. La condición de
posibilidad del comportamiento explosivo se fundamentaba en la
dialéctica moderna de la interioridad y la exterioridad: Hegel como
ejemplo. El extasiado debe comunicarse con la divinidad, con lo
exterior, en medio de un movimiento que le conmina a salir de sí- el
ék-stasis- un movimiento con resultados muy dispares en sus
aplicaciones reales, pero que vertebra el pensamiento de la
modernidad hasta la llegada de la postmodernidad. La llegada de la
época implosiva, dominada por un modelo imperial del cual se ha
eliminado todo abyecto enemigo, nos condiciona a movernos en una
superficie lisa en la que el movimiento se ha desterrado por innecesario. En la
época de la implosión, no hay absolutamente nada externo contra lo
que luchar, porque no hay nada que superar. Toda “superación”,
toda “síntesis”, toda infinitud representan algo sospechoso para
nuestro nuevo mundo, porque recuerdan también fantasmas muy
localizados: por un lado, la teleología escatológica, el
Apocalipsis, pero por otro lado, la “superación” del
capitalismo, el anhelo estético y metafísico por “lo absoluto”
que desembocan en la épica de los fascismos, los totalitarismos y
los extremismos en general. En la época de la implosión, en la que
no existen enemigos exteriores, solo queda la resignación y el
ascetismo: en suma, la negación de todo movimiento, la negación de
la negación, el clímax de un hegelianismo invertido. Bajo el manto
imperial del neoliberalismo encabezado por los Estados Unidos, bajo
la épica de la destrucción de todo relato de salvación, toda
tensión y todo movimiento de negación han sido aplastados
triunfalmente: la época de la implosión es la época de la
resignación.
Ni siquiera existe para
este estado de implosión una “salida” radical- al modo, por
ejemplo, de la esquizofrenia-: no hay salidas en un mundo implosivo,
sino meramente desconexiones de energía, apagamientos. No hay un
Munch contemporáneo; todavía aquí, en el éxtasis del modernismo,
el sujeto se localiza en un movimiento de ék-stasis hacia el
exterior que origina el sentimiento de la angustia. Pero la angustia
es un sentimiento moderno, un sentimiento todavía explosivo. En un
mundo implosivo, no hay angustia porque existen medicinas contra la
angustia. En un mundo implosivo, el esquizofrénico puede llevar una
vida relativamente normal gracias al consumo de medicamentos. Lo
cierto es que la esquizofrenia supone una taxativa diferencia entre
un interior y un exterior, algo que en nuestro mundo actual se niega
por principio. Dicho de otra forma, si el esquizofrénico antes se
encontraba en contacto, a su modo, con el absoluto- en el arte, de
Hölderlin a Artaud, de Rimbaud a Leopoldo María Panero- ahora se
halla meramente mermado, descargado, devenido autista. Quizás el
autismo sea acaso un modo psicológico más cercano al espíritu de
nuestro mundo actual que el propiamente esquizofrénico, que siempre
tiende a una exacerbación del temperamento.
La unidimensionalidad de
nuestro mundo no se toma en serio la diferencia hegeliana entre
“actualidad” y “realidad”, lo que es lo mismo, prescinde de
la diferencia entre una “vida auténtica” y un “fenómeno de
vida”, un sucedáneo que es solo sombra de la verdadera vida y de
la verdadera realidad. La mejor forma de comprender este espíritu
moderno, basado en esta diferencia esencial, que permitía tanto el
movimiento de superación de esa existencia inauténtica hacia la
verdadera existencia, estableciendo el perímetro de sentido de la
vida del individuo, lo reproducen estas palabras de Schelling en su
meditación sobre la muerte: “Si la vida se detuviera aquí, no
habría más que un eterno inspirar y espirar, una alternancia
continua de vida y muerte que no es una verdadera existencia, sino
solo un impulso y celo eternos para ser, pero sin ser real”. Al
romper esta disensión interior a la vida, el mundo actual niega toda
salvación y todo sentido, haciendo encorvar al hombre sobre su
propia sombra, y estableciendo esta sombra como lo único
auténticamente real, el horizonte absoluto de sus posibilidades. La
explosión se transforma en implosión. El hombre explosivo en hombre
implosivo. La fuerza desesperada del esquizofrénico en oscuro
autismo. El impulso y celo eternos para ser, pero, como dice
Schelling, sin ser real.
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