En pleno siglo XXI, y
después de un lapso relativamente largo en el que ha predominado y
gobernado la última verdad del siglo XX, a saber, la del pensamiento
postmoderno, vuelven a surgir, en sintonía con los últimos y
destructivos coletazos del capitalismo, reflexiones abandonadas
cuando no truncadas sobre la naturaleza y fin del comunismo, tanto en
sus concepciones obreras clásicas y libertarias, como en los
desarrollos de la doctrina marxista en sus aspectos más sofisticados
y desarrollados. Esa paralización del debate- que conoció su
oclusión simbólica en el suicidio de Nikos Poulantzas o en la
locura de Althusser- quedó desviada sin duda tanto al auge de la
sociedad del bienestar como a los desarrollos de ese “informe del
conocimiento” que quiso ser “La condición postmoderna,” de F.
Lyotard. Hoy hemos comprobado que la hipótesis Bernstein- una
regulación satisfactoria y no violenta entre capital y trabajo- es
errónea. Ante la evidencia de que el capitalismo es un sistema
insostenible, la hipótesis comunista comienza a desenvainar sus
potencialidades.
Entretanto esta idea se
ha deformado, en su manifestación histórica y fenoménica, lo
suficiente como para que hoy en día sea irreconocible en su forma
originaria. Dicho de otra manera, sería un buen momento para
preguntarse por la naturaleza de la hipótesis, por su sentido, dicho
en último término, formular la pregunta ¿Qué es comunismo?, sin,
por supuesto, esperar una respuesta positiva o dogmática de
antemano, antes bien, cabría preferir una indagación negativa, una
investigación en devenir y explorativa. Aquí no puedo proponer una
respuesta a tan gigantesca pregunta, que adquiere sin duda la
dificultad de las grandes preguntas metafísicas. Siquiera tampoco
una exhaustiva exposición sobre lo que no puede ser el comunismo;
con todo, me gustaría exponer algunos rasgos, a modo de notas a pie
de página -unas bastante obvias, otras más dudosas-de lo que,
desde mi punto de vista, no puede ser el comunismo, bajo el prisma
histórico y los retos de nuestra actualidad. En cualquier caso, lo
que pueda ser o no ser el comunismo será pensado aquí bajo la forma
de pares dialécticos en cuyo interior, me parece, el
pensamiento sobre el comunismo debe trabajar y ser trabajado.
Primero, cabría recordar
una obviedad demasiado olvidada: el comunismo no es estatalismo.
Esto es, que no se trata de
conservar la cosa pública como fin en sí misma, pretendiendo de ese
modo legitimar en cuanto que fin propio el Estado en cuanto conjunto
de instituciones y organización superior de lo público. Que
semejante conservación es ajena a los fines del comunismo -que,
hablando en términos de Hegel, el momento del Estado no es un
momento positivo, sino una negación, un desarrollo- que el comunismo
no es, en fin, toma de poder como fin en sí misma. Lo que implica a
su vez concebir el comunismo en su originaria motivación, que no es
otra que la disolución de toda violencia del hombre a manos del
hombre mismo, la abolición de las relaciones de poder, la abolición
de la sujeción de la carne por la carne misma. Mas esta observación
representa solo uno de los polos del problema; el otro sujeta aquello
que de otra forma pondría en peligro el Estado en cuanto capital
colectivo y humano, bien haciendo del Estado una trinchera posicional
de la guerra del capital por arrebatar la aspiración a la libertad
legítima de las sociedades humanas – en su forma actual, la
hibridación entre capital y Estado, la imposibilidad de trazar
fronteras entre los tentáculos de poder de uno y del otro- bien
negando la legitimidad del Estado por principio, posición cuya razón
primera se encuentra en el terror congénito del capital por la
intervención del Estado en los asuntos económicos. Si aceptamos
esta hipótesis, la tarea -descomunal, sin duda- del pensamiento que
quisiera pensar el comunismo de forma radical, debería moverse en
esta tensión dialéctica que admite la necesidad del Estado a la vez
que afirma su extinción como condición de posibilidad del
comunismo.
En
segundo lugar, y como segunda tensión dialéctica, la que se
establece entre razón instrumental -manejo de las contingencias- y
teleología o finalismo. Esta tensión particular queda rebajada no
obstante en la medida en que hoy somos conscientes de la dimensión
escatológica implícita en el marxismo en cuanto “heredero del
idealismo alemán”, o en cuanto definimos la clase proletaria como
“sujeto revolucionario” heredero de aquella. (Engels). La
necesidad de debilitar aquel fundamento fuerte nos exige trabajar con
otros horizontes menos seguros, pero con el mismo objetivo implícito
en la idea original del comunismo. En cualquier caso, esta tensión
dialéctica es irreductible incluso en el pensamiento del propio
Marx, en cuanto en él la observación científica de regularidades y
leyes históricas y sociales está producida en y desde el ojo
ultraterrenal de la sociedad sin clases, la empiricidad enfrentada
desde el dominio de la utopía, la necesidad impresa en sus
caracteres estrictos por la mano de la libertad. La consecuencia de
este hegelianismo de
Marx le hace adoptar una dialéctica cristalina que solo de forma
oblicua, accidental o formal, se enfrenta con lo singular, lo
irreductible y lo negativo. La conciencia de la finitud (re)
descubierta por la filosofía a lo largo del siglo XX nos niega este
final feliz y nos hace saber que los procesos materiales inmanentes
no guardan por sí mismos la almendra de la libertad en su seno. Esta
hay que conquistarla. La tensión dialéctica se agudiza sin este
presupuesto y nos devuelve a toda su complejidad exigiéndonos aquí
pensar este pensamiento con la máxima dificultad y responsabilidad.
Por
último, volvemos a encontrar otra tensión dialéctica – pero
infinitamente productiva también- en el pensamiento que cruza al
individuo y a la sociedad interrogándonos sobre la relación entre
ambos, es decir, exigiéndonos la pregunta sobre la ontología
(social o individual). La ontología comunista ya no puede
ser meramente material e
inmanentista; una tal ontología nos obliga a repasar las aserciones
clásicas según las cuales el individuo se agota en lo social; el
écart entre sujeto y
sociedad es superable solo de forma roma y abstracta; se trata de
pensar una ontología que no se deslice hacia un liberalismo
abstracto ni tampoco a un populismo según el cual el sujeto es
simple función de una maquinaria social anónima. En mi opinión, el
pensamiento, por ejemplo, de una Simone Weil puede familiarizarnos
con herramientas alternativas con las que pensar y movernos en medio
de esta tensión. El trabajo individual por elevarse a lo general no
puede ser nunca hecho por otros, sino solo por nosotros mismos.
Hoy
ya solo podemos pensar en el interior de la tensión. El espacio del
pensamiento se ha transformado para ocupar el cuerpo total del
pensamiento. El devenir no es amputable. Pero la dificultad del
pensamiento -no solo del pensamiento sobre el comunismo, sino del
pensamiento en general-no puede detenerse en la contemplación
estática de estas tensiones. Ha de moverse mientras piensa. Ha de
pensar mientras se mueve. El Estado solo puede ser superado si antes
el Estado transforma su inclinación burocrática en naturaleza
común, es decir, expresión de la voluntad popular. Lo institucional
es esencialmente jánico, con doble rostro. La tarea del pensamiento
es saber interpretar en todo momento esta duplicidad suya, con la
intención de ganarse para sí el beneficio, que no es otro que el de
devenir acción. Pues también el pensamiento corre en todo momento
con la tentación que amenaza al Estado: la de su parálisis
permanente.
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