La decadencia de
Occidente. ¿Sueño hipnótico o constatación lúcida? De Jünger a
Cioran, de Heidegger a Severino, de Spengler a Nietzsche, una misma
idea recorre la modernidad: Occidente está enfermo, Occidente está
cansado. Primero fue el ocultamiento del ser, que desde hace ya más
de dos mil quinientos años nos ha arrebatado una relación
originaria transmutada y pervertida en la consideración de lo ente
como ser verdadero; luego, quizás, la moral de esclavos del
cristianismo, frente a la cual el paradigma griego clásico aparecía
como el fundamento y regla a seguir como ideal; aplastada la moral
cristiana y secularizada buena parte del mundo occidental, la
decadencia sigue presente en todas partes: parece que este fantasma
tiene más vida y futuro que la salud, de la cual solo tenemos
rumores, percepciones confusas, anámnesis extáticas.
Pero no hace falta
invocar a la filosofía para hablar de decadencia: ya el Génesis
bíblico supone que con la caída en el tiempo y el trabajo, el
hombre se encuentra en un estado tal que se hace urgente una
redención. Mas la redención nos sitúa en un futuro escatológico
que de alguna forma diverge con esa idea según la cual nuestra
condición actual es fruto del pecado y de una caída desde el estado
paradisíaco anterior. En efecto, no hay forma de constatar
empíricamente el lugar de la regla bajo la que cabe hablar de
decadencia en la cultura de Occidente. ¿Será la consideración
perversa de la existencia del devenir, como dice Severino, la que
imponga una cultura de lo ente cuya degradación comienza ya en los
presocráticos? ¿O es la sociedad burguesa y su igualitarismo
despreciativo de toda excelencia lo que marca el cansancio de
Occidente? Vistas las cosas de este modo, parece que nuestra
apelación a esa regla es sospechosa de inexactitud, cuanto menos, lo
que nos hace replantear que quizás hayamos dado por supuesto algo
que no corresponde a la realidad.
Y es que semejante regla
e ideal habría que situarlo más bien en un futuro indeterminable
que en un pasado paradisíaco desde el cual supuestamente habría
caído la cultura occidental. La palabra “decadencia” no hace
referencia sino a un pasado mejor, un pasado desde el cual se puede
iluminar la degradación actual. Mas postular este pasado es parte de
una estrategia de ficcionalización que permite construir una
narración plausible. Es más difícil situarnos en un lugar que no
emerge de ningún elemento anterior, sino que postula la actualidad (
Realität) de lo empírico en referencia a la realidad (Wirklichkeit)
como lugar futuro, horizonte por hacer, no exento de peligros. Si es
verdad que “en el peligro crece lo que salva”, como nos decía
Hölderlin, no es menos cierto que “en lo que salva crece el
peligro”.
Y es que Occidente es
impensable sin la praxis continua. La noción de Entwicklung-
proceso- en Marx nos hace pensar en un proyecto que debe
continuamente hacerse a sí mismo, en desarrollo perpetuo: mas en el
desarrollo no hay nada dado. El mundo contemplado como laboratorio de
salvación (Bloch) implica que la praxis del instante decide todo
futuro imaginable, que la categoría de posibilidad (futura) depende
de la producción y la manipulación práxica de lo actual
(presente). Pero este carácter del presente nos sitúa en un punto
muy lejano del fin que se quiere lograr, del horizonte por hacer, del
ideal.
La condición presente es
la condición de la ruina. Donde falta la Idea, hay solo apariencia,
espectro, no realidad- en sentido hegeliano- . Y el lugar del
espectro es el lugar del laboratorio. Todo laboratorio es espectral,
no ha producido aún su objeto, que es el fin de la práctica
producida en el laboratorio. La diferencia entre el objeto que se
quiere producir o alcanzar y la praxis actual dirigida a lograrlo da
la medida de la actualidad: la ruina temporal. El hogar no ha sido
aún alcanzado. Pero con ello, se afirma que el hogar no es un lugar
anterior al tiempo, sino un futuro escatológico, el lugar de la
utopía, que es por esencia un hogar futuro.
Podemos decir entonces
que no hay una regla clara según la que podemos diagnosticar la
decadencia de Occidente. La pregunta sobre desde cuándo Occidente
está enfermo se contesta con la pregunta sobre desde cuándo no lo
ha estado. La multiplicidad de diagnósticos sobre este asunto- que
van desde el nihilismo más extremo, por ejemplo en Caraco, hasta las
bulas esporádicas de la Iglesia Católica, coincidiendo todos en la
misma percepción- demuestran que no es posible situar en el tiempo
el origen de la decadencia del devenir en proceso que constituye
Occidente. Afirmar esto puede ser útil a efectos demagógicos- en el
buen sentido- prácticos o volitivos, que pueden tener desde luego su
sentido y justificación en un contexto concreto. Mas en rigor son
inexactos. ¿Con respecto de qué medida comparar esa supuesta
decadencia? Solo es posible hacerlo con respecto de una cosa: de
nuestros sueños, de nuestros proyectos, de nuestros ideales
regulativos. Mas todo ello es innecesario. Bastaría en principio con
asumir la ausencia de fundamento de nuestra propia existencia en el
mundo, la desnudez ontológica con la que el ser humano habita en su
mundo, y desde ella y con ella realizarnos, desde ella comprender que
podemos ser justos con la esencia de las cosas sin acudir con ello a
ideales regulativos entendidos como reglas de juicio abstractas e
intemporales, previas a la acción.
El proceso que se genera
en esta experiencia es el proceso del propio conocimiento: un
conocimiento menos ideal, más activo, más fiel a su existencia
temporal. Por otra parte, no es posible rehuir los compromisos que
nos hace cumplir la historia y la experiencia. Estos compromisos nos
han negado, hasta el momento, la utilización rigurosa de términos
axiológicos que han sido sistemáticamente puestos en sospecha por
el propio devenir histórico. Estos ideales no están dados: son
proyecto y como tal pertenecen a eventos futuros, no realizados aún
en el mundo temporal. La actualidad y la historia pertenecen a la
muerte y a la negación de la vida. La afirmación de la vida y del
espíritu deben ser, por tanto, acontecimientos futuros, que esperan
su realización más allá de su postulación formal como ideales.
La muerte es patrimonio
del pasado y del presente. La vida ha de serlo del futuro. No queda
otra opción. No es posible partir del juicio valorativo, sino que
hay que llegar a él mediante la actividad y la negación constante
de lo dado- que es el concepto mismo de actividad y producción- pues
que en esta negación se forja el acto mediante el cual el espíritu
humano produce y se produce. Otra cuestión es si las fuerzas nos
fallan en medio de un presente en el cual el predominio de la muerte
nos ciega ante un mundo ontológicamente abierto. El valor es un fin
y no un inicio: solo al llegar a él podremos utilizarlo. Es preciso
partir siempre desde el instante hacia lo aún no producido, con el
único instrumento de nuestra conciencia viva y el amor por ese
conocimiento que no hace de la esperanza una certeza.
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