Entiendo por disquisición irritante el desarrollo de una idea en torno a un tema parcialmente inútil, o cuanto menos no esencial; y entiendo por esencial aquello por lo que merece la pena pensar con todas las fuerzas disponibles, que implica una sujeción primordial a ese tema, una excluyente sumisión. Dicho esto, el tema que me propongo desarrollar aquí es precisamente un tipo de disquisición caracterizada por su inesencialidad. El motivo que me lleva a hacerlo es el de su relativa importancia en nuestra sociedad, al menos por su aparición constante en muchos contextos, ante lo que cabría añadir al menos un punto de vista diferenciado. Me refiero al concepto de inteligencia, su utilización como adjetivo a la hora de caracterizar las capacidades de una persona, y la ideación que la inmensa mayoría de las personas tienen sobre él.
No es aquí el momento de desarrollar con profundidad un tema que aunque, a mi modo de ver, es potencialmente inútil, requiere una cierta cantidad de trabajo e información. Por eso dispararé mi tesis al respecto de una vez, bastante fácil de entender: la inteligencia es, como adjetivo, una tautología inesencial, de semántica vacía. Veamos por qué. Aquello que debería ser un indicador de ciertas cualidades humanas, aplicado continuamente a hombres o mujeres que creemos lo merecen, es en realidad un dispensador de desinformación y confusión altamente efectivo. El primer motivo es el número relativamente elevado de personas inteligentes: es una capacidad que se presupone en un dirigente de estado, a la vez en un ministro de cierta relevancia, pero también en un operador de vuelo, un jefe militar, un escritor, un filósofo, un profesor, etcétera. Queda clara la inutilidad del concepto cuando comparamos a un ser del que se supone este adjetivo como Alfredo Pérez Rubalcaba con -qué brutalidad voy a expresar- Montaigne . Ambos son sujetos de los que se predica tal facultad, pero está claro que el adjetivo pierde su sentido cuando se hace la comparación. Se me puede acusar de demagogo, pero si prestamos atención al abuso del término que se hace a diario, en muchísimos contextos, veremos que mi comparación no es tan exagerada.
El segundo motivo es su inexacta utilización. Cuando se dice de un profesor de filosofía que es inteligente, como añadiendo algo al respecto, se utiliza de forma vacía el adjetivo. Porque de un profesor de filosofía exigimos como mínimo que sea inteligente. Es como si dijéramos que un piloto de avión sabe pilotar una aeronave, o como si un marinero experto manejara bien el timón. Esto no significa que todos los profesores de filosofía sean inteligentes. Significa que afirmar que lo sean no aporta ninguna información interesante.Lo cierto es que, añadido al primer motivo, finalmente que prediquemos de ciertas personas a las que presuponemos inteligencia su – precisamente- inteligencia, es algo inútil. Es lo que se presupone en ellas. Pero a la vez esto demuestra su insuficiencia. En efecto, que digamos de tal experto del cual se presupone o se exige inteligencia, que en efecto es inteligente, es vacío de cara a que la inteligencia no es suficiente para verificar la optimidad de su labor. Es en este sentido que, decir de un profesor de filosofía que es inteligente, no solo es inútil, sino que no satisface los requisitos para diagnosticar la efectividad de su trabajo.
El tercer motivo es la problematicidad del propio concepto de inteligencia. Es claro que muchos conocemos los famosos test de inteligencia de Weschler y los aplicados actualmente para verificar aquello que se llama conciente intelectual. Es clara también la insuficiencia de todos estos métodos para determinar la verdadera inteligencia de un individuo. Este concepto está forjado a su vez sobre los parámetros de una manera determinada de comprender el mundo; según sus criterios la inteligencia se mide en función de su simetría con los propósitos de una sociedad muy determinada social y económicamente. Es claro que vamos hacia una caracterización cada vez más parcial de la inteligencia, entendida como rentabilidad informativa y funcionalidad matemática, muy apta e interesante para los negocios de este mundo, pero de la que abominaría un Goethe o un hombre del Renacimiento. Por otra parte, si los psicólogos actuales han querido arreglar la parcialidad del concepto de inteligencia tradicional con la llamada inteligencia emocional, lo que han hecho es empolvar aún más el concepto y despojarlo de su esencia, convirtiéndolo en pasto de la psicología popular. Pero hay algo de cierto a pesar de ello en la aportación patética de la inteligencia emocional, y es una atención distiguida- o un intento de atención- a la diversidad particular de lo humano. Es con ello con lo que cierro esta disquisición irritante.
La diversidad particular de lo humano implica la difícil caracterización del sujeto con las herramientas categoriales de las que disponemos. Y la categoría de la inteligencia no lo es menos. Ya hemos visto que dentro del catálogo de personas inteligentes podemos ver un sinfín de especímenes humanos tan dispares entre ellos que harían inútil la aplicación del término. Entre Van Gogh, Wittgenstein, Stalin y Rubalcaba – por poner un cuarteto alucinógeno cuanto menos- hay más diferencias que afinidades. Que sean personalidades relevantes en la historia no hace que ellos se parezcan más de lo que se diferencian.
No he conocido nunca un ser humano cuya inteligencia no fuera a la vez obstáculo de muchas de sus posibles capacidades, o cuya inteligencia no estuviese enredada en una personalidad tal que convirtiese a la primera en una humilde sombra de la segunda. Hay un último motivo, y es la incapacidad humana por acceder a la totalidad del ser, que convierte la inteligencia particular en una aportación ínfima al conocimiento del todo. El sueño de Dilthey era poder ver el final de la historia para alcanzar un observatorio más allá del tiempo, que es el único punto ideal del conocimiento desde el que se podría comprender la totalidad de la historia. Pero por eso también era un sueño. Este es el último motivo por el que cabría en fin relativizar de una vez un concepto que, en nuestras sociedades, se ha sobreestimado. Un concepto que finalmente nada aporta. (P.D. Por cierto, esto no es una disquisición inteligente).
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