Si la finalidad de la filosofía de la Ilustración era alcanzar la emancipación del ser humano y evitar sus sujeciones a poderes extraños, ha logrado justo lo contrario: sujetarse a sus propios poderes. La bestia de la razón, entrada ya en la mayoría de edad, ha podido emanciparse de su viejo amo y tomar el manejo de las reglas, estableciéndolas a su favor. La emancipación ilustrada del hombre se ha convertido en la emancipación de los poderes del hombre. Pero los poderes del hombre han conjurado contra la emancipación del hombre mismo.
Un mundo muy distinto al imaginado por los ilustrados se abre ante nuestros ojos. En él se han erigido, en el lugar del poder feudal y señorial, estructuras impersonales que atan mediante la fuerza de la ley y la violencia a las masas indefensas. Estas estructuras ya no tienen capacidad de legitimación, mas tampoco representan la acción determinada de unos hombres guiados por intereses concretos. La teoría marxista de la lucha de clases se pulveriza en un mundo en el que el interés queda cuanto menos difuminado por la emancipación de estructuras impersonales al margen de la planificación racional. Esta razón funcional (Mannheim), ha perdido de vista cualquier evaluación de medios y fines en torno a la satisfacción general del ser humano, incluso en torno a la satisfacción de una clase social determinada. Desde ese punto de vista, nuestra civilización ha dejado de ser humana, puesto que entre sus objetivos no se encuentra el ser humano como fin.
En medio del fervor por lo objetivamente impersonal, en medio de una civilización en la que prima el dato técnico sobre la evaluación moral, resulta cuanto menos sospechoso buscar singularidades responsables en cuyas manos se encuentre no solo la finalidad del mundo, sino su manipulación efectiva. La ausencia de autoridad legítimamente responsable no sacia, sin embargo, la sed de las masas por hallar una figura de dominio, entre cuyos planes se encuentren finalidades concretas a largo plazo. La necesidad por encontrar una figura intencional en medio de un mundo racionalmente autónomo, produce como consecuencia la implantación de una nueva figura ideológica que ya tiene sus señas de identidad: la psicosis paranoica.
Y es que con esto no certificamos la muerte de cualquier intencionalidad. En efecto, existen una serie de poderes concretos con sus intereses específicos. Pero estos planes racionales ya no aluden a una finalidad conjunta que de forma a la evolución histórica del mundo, si es que podemos utilizar estas palabras para denominar el devenir de las culturas. La monopolización del interés en torno a las necesidades particulares despoja de su poder a figuras de autoridad que dominen una maquinaria mundialmente burocratizada que se guía ya por sus propias reglas. El interés de unos pocos redunda en el malestar de unos muchos, pero no es capaz de configurar una estructura de poder global con interés en el sentido de comprender en el núcleo de este interés una finalidad determinada para las masas que pueblan nuestro mundo, excepto la del predominio del caos.
Porque de otro modo no se haría cada vez más común esta figura patológica que ya irrumpe en la razón común dejando de pertenecer al imaginario psiquiátrico: la psicosis paranoica pone esa realidad que se encuentra ausente o quizás oculta, estableciendo la ausencia de dimensión de planificación que define la estructura de nuestro mundo global. El fin de la historia (Fukuyama), la muerte de Dios (Nietzsche), la muerte del hombre (Foucault) y todos los imaginarios del fin de la cultura occidental se dan cita en la ausencia de fines globales para el ser humano, en la monopolización de la dirección global por la particularidad del egoísmo individual, y por el éxito de las estructuras de poder impersonales que dominan el mundo.
Pero un mundo sin intereses no es un mundo. Un ser humano sin historia no es un ser humano. Ese pensamiento que los postmodernos pensaban iba a erigirse en el siglo XXI como el nuevo pensamiento soltado de las riendas de la tradición filosófica es aún difícil de imaginar. La ausencia de Dios ha dado como resultado un nuevo dios, esta vez un dios oculto y con intenciones perversas: ya sea en la figura del club Bilderberg, en el G8 o en los Iluminati. La muerte del hombre ha dado como resultado un nuevo hombre, en contacto con los extraterrestres, manipulado genéticamente y con las peores intenciones imaginables. En el área 51 se cuecen aquellos intereses globales que parecen inexistentes en boca de políticos y de banqueros; en los contactos aleatorios con fuerzas oscuras se dan cita las necesidades teológicas arrebatadas por la burocratización global a las masas desheredadas. La psicosis se establece, alejada ya de sus notas patológicas. La era de Pynchon ha triunfado sobre la de Balzac. Una cosa está cada vez más clara: la enfermedad mental ya no es patrimonio de unos pocos. El siglo XXI será, entre otras cosas, a la vez la des-patologización de la psicosis y la democratización misma de la enfermedad mental.
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