Esta ley elemental es la que se impone sobre la singularidad de la especie humana: la ley del olvido de la historia, de la constitución misma del hombre. Y se impone sobre una especie humana hecha singular porque la especie misma aparece como inocente frente a su propia historia, como incapaz de concebirse a sí misma y como sometida al flujo histórico que zarandea los pilares y fundamentos de su propia constitución. La especie humana se identifica con el singular en la medida en que ambos se hallan abiertos a ese olvido que afecta por igual a uno y al otro: al hombre individual con respecto de su propia historia, a la especie humana con respecto de la historia universal. En la finitud y muerte de los instantes que forman la experiencia vital del hombre éste va olvidándose de su pasado y se enreda en un presente que siempre se le escapa. En la finitud y muerte del género van reemplazándose los individuos generación tras generación rompiendo con el marco primordial desde el que pudieran comprender su propio mundo. Es así como el mismo mundo se pierde de continuo e ingresa en el olvido; cómo en ese olvido toma distintas formas y apariencias en las que se destruye, y cómo al final es preciso acudir a la idea de la futilidad del devenir. En el establo de la Historia se descuartiza el hombre, en la soledad del individuo se va perdiendo de continuo el sentido de su esencia.
El olvido de los trascendentales es al mismo tiempo un trascendental. La posición física misma de las cosas obliga a suponer como necesario un olvido fundamental, que aparece con la sucesión indiscriminada de las muertes de los ejemplares y el relevo generacional. La vida aparece así como la utilización por un demonio maligno de las apariencias con las que se revela. El sentido mismo se evapora en la sucesión de los instantes, y la posibilidad del absoluto se disuelve por las peculiares condiciones trascendentales de los sujetos, entre las cuales figura como esencial su propio olvido. El olvido es manifiesto desde las más sencillas operaciones de conciencia hasta los más grandes procesos históricos.
El olvido de los trascendentales es al mismo tiempo un trascendental. La posición física misma de las cosas obliga a suponer como necesario un olvido fundamental, que aparece con la sucesión indiscriminada de las muertes de los ejemplares y el relevo generacional. La vida aparece así como la utilización por un demonio maligno de las apariencias con las que se revela. El sentido mismo se evapora en la sucesión de los instantes, y la posibilidad del absoluto se disuelve por las peculiares condiciones trascendentales de los sujetos, entre las cuales figura como esencial su propio olvido. El olvido es manifiesto desde las más sencillas operaciones de conciencia hasta los más grandes procesos históricos.
La posibilidad de actualización del espíritu está estrechamente ligada a ese olvido- es su condición. Y mediante ese olvido se asegura la imposibilidad de remachar lo que aparece como problemático- pues queda hundido en las condiciones trascendentales mismas que permiten la aparición de lo existente-. Por eso el recuerdo aparece fundamentalmente como nostalgia. Lo perdido no es lo olvidado en alguna época remota del ser- como en Heidegger-, sino que es un olvido continuo de lo que continuamente es actualizado. El olvido es la materia misma que estructura la necesidad y la une a la imposibilidad.
El olvido surge como olvido del discurso- y finalmente, como multiplicación de las apariencias, como imposibilidad de reunión de los elementos mismos del discurso-. También nosotros como individuos singulares nos perdemos en nosotros mismos, nos olvidamos. Nuestro recuerdo se vuelve nostalgia cuando en algún lugar recóndito de nuestra alma sospechamos las viejas leyes que forman nuestro espíritu, enterradas bajo el tránsito de la cotidianidad y el barro de la historia. El recuerdo se cifra como nostalgia de algo perdido irremisiblemente, que supera las determinaciones del espacio y del tiempo. Pero en la medida en que el mundo viene a la existencia, está ya perdiéndose en ella. No hay tiempo pasado que a la vez no se olvide ni se pierda en la actualidad inconsciente del espíritu.
El olvido surge como olvido del discurso- y finalmente, como multiplicación de las apariencias, como imposibilidad de reunión de los elementos mismos del discurso-. También nosotros como individuos singulares nos perdemos en nosotros mismos, nos olvidamos. Nuestro recuerdo se vuelve nostalgia cuando en algún lugar recóndito de nuestra alma sospechamos las viejas leyes que forman nuestro espíritu, enterradas bajo el tránsito de la cotidianidad y el barro de la historia. El recuerdo se cifra como nostalgia de algo perdido irremisiblemente, que supera las determinaciones del espacio y del tiempo. Pero en la medida en que el mundo viene a la existencia, está ya perdiéndose en ella. No hay tiempo pasado que a la vez no se olvide ni se pierda en la actualidad inconsciente del espíritu.
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