El cuerpo es una positio, un hecho natural que se corresponde con los hechos que encontramos en la naturaleza inmediata. En ese mundo natural, lo esencial como manifestación directa en relación con el espíritu es el silencio, la ausencia de lenguaje. Nuestro cuerpo pertenece a esa letanía de categorías en las que toda la diversidad animal se encuentra- con la consiguiente paradoja implícita en esa diversidad, a saber: que lo animal en su diversidad cae inmediatamente bajo el dominio de lo estático en mayor medida en que la individualidad del espíritu cae bajo su acción y voluntad-. Lo que corresponde a la naturaleza es la falta de historicidad, y justo allí donde ella misma aparece como una fuerza en devenir, es también donde, a causa de esa falta de historicidad, el devenir natural deviene estático y adquiere su particular en sí o esencia como regularidad administrada por las leyes naturales mismas. En esta legislación y en la carencia de voluntad que la domina adviene la tendencia a la estatización de los cuerpos, a la adquisición de una forma ontológica determinada que entra en el dominio del ser puro.
La ley natural, como toda ley, regula los ciclos del devenir y al insertarlos en su legislación los expulsa de la fiereza del devenir. El devenir salvaje se presenta no obstante en el discurso humano mediante la figura de la historicidad; sin historicidad el devenir se sujeta a las leyes universales reguladas por la naturaleza. Por eso el devenir animal viene a ser un devenir-lógico en la figura establemente dada del ser natural. Inserta en la regularidad de los ciclos, la naturaleza está desprovista de los riesgos del mero devenir. Su movilidad esencial no contradice la implicación ontológica en la que se forma, a la manera de una lógica interna que no obstante ejerce su control desde la exterioridad de los seres particulares. De este modo, el cuerpo también se halla preso de la necesidad, y su devenir aparentemente salvaje es sólo el recorrido interno de la lógica natural desarrollándose en sí misma. Este para-sí de la naturaleza recorrida nunca deja de ser un mero en sí: pues no hay procesos naturales cualitativamente superiores que al mismo tiempo no impliquen una apertura a la conciencia. Y la apertura a la conciencia significa también el fin mismo de la naturaleza, pues con la conciencia comienza la pura historicidad.
El cuerpo es por tanto una naturaleza muerta, un devenir transido o atravesado por una estructura dada que encierra lo meramente vivo en las cláusulas de la legalidad natural. Cuando observamos nuestro cuerpo, observamos la propia muerte en la figura de su idealidad. La carencia de espíritu es la forma con la que la naturaleza toca los dedos de la muerte, mientras el devenir fiero del espíritu es el contacto de éste con la muerte. La muerte es en todo caso aquella universalidad que concierne a lo que no es ella misma y que lo sella con su fatal necesidad. En la positio del cuerpo el espíritu arrojado al devenir fiero encuentra un obstáculo irrebasable, en la medida en que esta ajenidad se vuelve suya: el cuerpo aparece como lo ajeno de uno mismo, y el impulso del espíritu será conservar en su dominio la mera exterioridad de sí, es decir, su propio cuerpo. Pero la legalidad natural del cuerpo impide tal reconciliación. La legalidad natural aplicada al espíritu humano significa, simplemente, la muerte del espíritu. La reconciliación de éste con la naturaleza se produce en el dominio metafísico de la muerte. Pues la muerte es la única estancia que puede convertir en positio el espíritu, convertir el espíritu en mero cuerpo. La vitalidad de la naturaleza es por tanto ya siempre un estado continuo de muerte, justo en la medida en que su propio devenir se halla regulado por una legislación natural a-histórica. La naturaleza es exterior a la vida tal y como se halla hundida en el espíritu del hombre; pues la vida como totalidad es en el hombre nada más la figura de un impulso que no tiene correspondencia con lo material y fenoménico que aparece en los estados de cosas mundanos.
Lo vivo natural es para el hombre la anestesia de una vida sin espíritu, que equivale a la muerte. Las doctrinas místicas del alma comprendieron que la reintegración del cuerpo al alma suponía la reintegración misma de la muerte en su contacto con el alma. Por dos razones el cuerpo y la materia se fusionaban con la muerte: por su condición ontológica estática, y por su precariedad vital. Lo vivo supone la muerte- dice Hegel-; vivir supone perecer. Pero ello se halla fuera de las exigencias del espíritu, que contiene en su esencia la figura de un ser en actividad vital y al mismo tiempo eterna. Algo paradójico que redescubre la esencia misma de ese impulso metafísico: su necesidad y su imposibilidad como parte del todo de la figura- como movimiento esencial mismo que nos puede hacer comprender el rostro de esa figura en el centro de su incomprensibilidad-.
El cuerpo es por tanto una naturaleza muerta, un devenir transido o atravesado por una estructura dada que encierra lo meramente vivo en las cláusulas de la legalidad natural. Cuando observamos nuestro cuerpo, observamos la propia muerte en la figura de su idealidad. La carencia de espíritu es la forma con la que la naturaleza toca los dedos de la muerte, mientras el devenir fiero del espíritu es el contacto de éste con la muerte. La muerte es en todo caso aquella universalidad que concierne a lo que no es ella misma y que lo sella con su fatal necesidad. En la positio del cuerpo el espíritu arrojado al devenir fiero encuentra un obstáculo irrebasable, en la medida en que esta ajenidad se vuelve suya: el cuerpo aparece como lo ajeno de uno mismo, y el impulso del espíritu será conservar en su dominio la mera exterioridad de sí, es decir, su propio cuerpo. Pero la legalidad natural del cuerpo impide tal reconciliación. La legalidad natural aplicada al espíritu humano significa, simplemente, la muerte del espíritu. La reconciliación de éste con la naturaleza se produce en el dominio metafísico de la muerte. Pues la muerte es la única estancia que puede convertir en positio el espíritu, convertir el espíritu en mero cuerpo. La vitalidad de la naturaleza es por tanto ya siempre un estado continuo de muerte, justo en la medida en que su propio devenir se halla regulado por una legislación natural a-histórica. La naturaleza es exterior a la vida tal y como se halla hundida en el espíritu del hombre; pues la vida como totalidad es en el hombre nada más la figura de un impulso que no tiene correspondencia con lo material y fenoménico que aparece en los estados de cosas mundanos.
Lo vivo natural es para el hombre la anestesia de una vida sin espíritu, que equivale a la muerte. Las doctrinas místicas del alma comprendieron que la reintegración del cuerpo al alma suponía la reintegración misma de la muerte en su contacto con el alma. Por dos razones el cuerpo y la materia se fusionaban con la muerte: por su condición ontológica estática, y por su precariedad vital. Lo vivo supone la muerte- dice Hegel-; vivir supone perecer. Pero ello se halla fuera de las exigencias del espíritu, que contiene en su esencia la figura de un ser en actividad vital y al mismo tiempo eterna. Algo paradójico que redescubre la esencia misma de ese impulso metafísico: su necesidad y su imposibilidad como parte del todo de la figura- como movimiento esencial mismo que nos puede hacer comprender el rostro de esa figura en el centro de su incomprensibilidad-.
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