El pensamiento discursivo es el éxtasis de aquel que, continuamente bañado en sus excesivas y confusas percepciones, es incapaz de tolerar ese transcurso indefinido a través de los pliegues de una realidad puramente animal; de este rutinario sucederse en el que la experiencia del devenir es la auténtica experiencia, emerge como una luz de ese fondo ilegible la ley del pensamiento, la palabra que cobija al desmembrado, y le da un camino para andar, una muleta con la que aferrarse aún en la fragilidad y la precariedad.
La entrada en este mundo es completamente pletórica. El mero problema es la sustancia en la que debe naufragar el aprendiz de pensador para trabajar su propia esencia; el trabajo hace su cuerpo, compone sus circunstancias, le otorga un alma. Este primer movimiento es, pese a ello, breve e inútil. Más tarde sobreviene la angustia propia del pensar, el sentimiento de hallarse cerca de una incierta trascendencia- pero una trascendencia que no salva al hombre, que no lo pone en contacto con lo sagrado, sino que, por el contrario, lo conmina a la disolución, haciéndole más y más miserable-.
Lo sagrado es el punto de relieve en el que el aprendiz se enfrenta a su propia estupidez. Lo que él llamaba trabajo-el trabajo de lo negativo- y le daba una existencia firme, es una caída sin límites en la nulidad más espantosa. Pero en esa nulidad consigue evitar el descenso infernal a la realidad animal, evitando momentáneamente el silencio. El silencio es la condena del aprendiz, es quizás, la mayor amenaza y la más obscena mortificación a la que puede someterse. Y sin embargo, la conciencia del trabajo como algo absolutamente negativo sigue siendo perfecta obscenidad. Porque cuando esa huida al mundo preciso de los pensamientos se pone como lucha contra la realidad animal, el alma sigue siendo recorrida en todos los momentos de su desarrollo por la certeza de su culpabilidad. En el pensamiento el hombre no resuelve, no desarrolla nada, sino que se embriaga en la certeza de su propia insignificancia y así evita el silencio que le amenaza con la disolución. Tal disolución puede ser la evaporación total de su alma o la claudicación en las redes de la legalidad social y familiar. Ambas forman el contorno del silencio y el cierre total del pensamiento.
No se puede obviar la obscenidad del pensamiento. Lo extático- entendido como la superación del saber en la conciencia de la disolución misma de los límites humanos, como en Bataille- es nada más el goce insensato en la vorágine misma del elemento del pensamiento como finalidad misma del pensamiento. En esta vorágine la voluntad de verdad se corrompe y la voluntad de poder se hace ciega a sí misma. Pero cuando la medida y la ley que amedrentan al aprendiz se elevan sobre él con la figura del silencio, la mera emergencia al nivel del pensamiento es para aquél un éxtasis insuperable. El pensamiento se convierte en éxtasis y la mera existencia en el transcurso cotidiano de lo que está destinado, tarde o temprano, a desaparecer.
La entrada en este mundo es completamente pletórica. El mero problema es la sustancia en la que debe naufragar el aprendiz de pensador para trabajar su propia esencia; el trabajo hace su cuerpo, compone sus circunstancias, le otorga un alma. Este primer movimiento es, pese a ello, breve e inútil. Más tarde sobreviene la angustia propia del pensar, el sentimiento de hallarse cerca de una incierta trascendencia- pero una trascendencia que no salva al hombre, que no lo pone en contacto con lo sagrado, sino que, por el contrario, lo conmina a la disolución, haciéndole más y más miserable-.
Lo sagrado es el punto de relieve en el que el aprendiz se enfrenta a su propia estupidez. Lo que él llamaba trabajo-el trabajo de lo negativo- y le daba una existencia firme, es una caída sin límites en la nulidad más espantosa. Pero en esa nulidad consigue evitar el descenso infernal a la realidad animal, evitando momentáneamente el silencio. El silencio es la condena del aprendiz, es quizás, la mayor amenaza y la más obscena mortificación a la que puede someterse. Y sin embargo, la conciencia del trabajo como algo absolutamente negativo sigue siendo perfecta obscenidad. Porque cuando esa huida al mundo preciso de los pensamientos se pone como lucha contra la realidad animal, el alma sigue siendo recorrida en todos los momentos de su desarrollo por la certeza de su culpabilidad. En el pensamiento el hombre no resuelve, no desarrolla nada, sino que se embriaga en la certeza de su propia insignificancia y así evita el silencio que le amenaza con la disolución. Tal disolución puede ser la evaporación total de su alma o la claudicación en las redes de la legalidad social y familiar. Ambas forman el contorno del silencio y el cierre total del pensamiento.
No se puede obviar la obscenidad del pensamiento. Lo extático- entendido como la superación del saber en la conciencia de la disolución misma de los límites humanos, como en Bataille- es nada más el goce insensato en la vorágine misma del elemento del pensamiento como finalidad misma del pensamiento. En esta vorágine la voluntad de verdad se corrompe y la voluntad de poder se hace ciega a sí misma. Pero cuando la medida y la ley que amedrentan al aprendiz se elevan sobre él con la figura del silencio, la mera emergencia al nivel del pensamiento es para aquél un éxtasis insuperable. El pensamiento se convierte en éxtasis y la mera existencia en el transcurso cotidiano de lo que está destinado, tarde o temprano, a desaparecer.
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