Hay
una manera de acercarse a la comprensión de la experiencia
filosófica que nos revela una aporía constitutiva en la manera en
la que el singular humano se relaciona con el mundo, que es a la vez
producto suyo y a la vez objeto exterior a sus propios actos. Cuando
pensamos en el horizonte de comprensión de los filósofos griegos
clásicos podemos trazar una línea progresivamente ascendente, que
parte de la experiencia humana inmediata- así el Sócrates
dialéctico, que despega siempre de las opiniones recibidas y de la
experiencia pre-filosófica para deslizarse desde ahí- hacia un
destino que en Platón termina por disolver todo lazo con la materia,
en la contemplación pura del Bien.
Cierto que en Platón existe un
viaje de ida y vuelta; el recorrido que lleva de la opinión- doxa-al
conocimiento-noesis- topos en el que contemplar las verdades
matemáticas cara a cara- y que pasa por el razonamiento discursivo-
dianoia- se puede y se debe recorrer en sentido contrario,
hasta retornar al mundo de los fenómenos, solo que ya pertrechado
con los instrumentos del conocimiento. Pero en la práctica común
de la experiencia filosófica se ha privilegiado, sin embargo, la
ascensión frente al descenso, hasta tal punto que la
mayor parte de las veces este último se llegó a abortar. Hubo que
esperar a la Ilustración francesa – y luego sus desarrollos en
Feuerbach
y
en Marx- para que recordáramos la necesidad vital de esa vuelta
hacia el mundo de los fenómenos, sin la cual la aporía de la que
hablábamos al principio de este texto no hace sino engrandecerse. En
efecto, la mirada filosófica privilegia un horizonte de comprensión
que prácticamente anula el sentido y la consistencia ontológica del
espacio y el tiempo humanamente habitables. Cuando Sófocles declama
con patetismo que no haber nacido es la mayor de las venturas, y una
vez nacido, lo menos malo es irse por donde uno ha venido, entonces
ya no queda mucho por pensar y tampoco se le ve un fin tolerable a la
existencia humana. Quien con un anhelo rayano en la hybris
pretende encajar su existencia fenoménica presente en el marco
de las verdades metafísicas universales- que de algún modo son
innegables- está logrando exactamente lo contrario, a saber: vaciar
su existencia temporal de toda consistencia. Y ello porque frente a
la apisonadora de la historia, frente a la estructura en último
término indecible e incógnita de la naturaleza humana y, en fin,
frente a todo aquello que como estructura natural, social o histórica
trasciende la singularidad por ser ello mismo espacio del común,
frente a todo esto las capacidades y potencias del singular
prácticamente no son sino humo.
Quien juzga con los criterios de lo
universa el tempo finito en el que se desarrolla la inmediatez
de la experiencia, no puede sino denunciar el mundo temporal como una
perversión del mundo de la verdad, o bien, al estilo del
Eclesiastés, como un 'vano correr tras el viento'. Provisto de
semejantes artilugios ópticos, el metafísico puede denunciar desde
su atalaya la vanidad de todos los actos humanos, como bien de hecho
hacía Marco Aurelio. No hay empresa humana exitosa desde el mirador
de la trascendencia; y ello porque la mirada ofrecida por esta lente
tiene a disolver los entramados concretos de sentido en un continuum
sin fin desprovisto de propósito o dirección. Nuevamente se trata
aquí de una cuestión de óptica; privilegiar el punto de
mira de la trascendencia es tomar partido por un muy determinado
marco de comprensión.
Denunciar que los acontecimientos decisivos de
la historia son al fin y al cabo fracasos de la razón o la
naturaleza humana y, a continuación, concluir que la existencia
humana es un estéril despropósito, es lo mismo que hundir la cabeza
bajo los brazos solo porque en el orden astronómico no se ve un
cauce que otorgue sentido a la vida y los actos humanos. En efecto,
tampoco desde el punto de vista de las estrellas, son las conquistas
de Alejandro o la construcción del Imperio Romano sino un estúpido
rumor perdido en el tiempo infinito del cosmos. Pero nuestro tiempo y
su sentido pertenecen a aquel mundo, no a éste, aunque a veces
nuestro entendimiento- y esta es la clave de la aporía con la que
comenzábamos nuestra reflexión- se quede dramáticamente anclado en
el topus uranus, y luego se olvide de cómo regresar a su
hogar natal.
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