Vivimos tiempos que nos fuerzan al optimismo. El Estado, dirigido por entes por definición anti-estatales, inspirados por la destrucción del Estado o por su secuestro a manos de la bolsa y el mercado, comienza a ejecutar sus recortes y a enfilar de forma cada vez más directa al trabajador y al ciudadano hacia la dirección del precipicio. La letanía del capital, de lo Mismo devenido Único y Eterno, el nuevo Dios que espera al profeta nietzscheano futuro capaz de conjurar sus supuestos poderes infalibles, extiende su aburrida losa de consignas tecnológicas, consumistas y alienantes a través de todo el globo, dando los últimos retoques a la estatua de su magnificencia; ha llegado a la cumbre, ha tocado techo. Es un momento de optimismo.
Se abre la disyunción necesaria condición de la esperanza. ¿Cómo podría ser de otro modo? A menos que afirmemos la muerte- pero de esta forma nuestra existencia sería por necesidad suprimible- nos vemos confinados a pervivir en el horizonte de expectativa y esperanza. Esta disyunción, dice Derrida, “es la posibilidad misma del mal. Pero sin la apertura de esta posibilidad puede que no quede, más allá del bien y del mal, sino la necesidad de lo peor. Una necesidad que no sería (ni siquiera) fatalidad.” Por sí misma, esta frase podría resumir la necesidad que el tiempo exige de nosotros; por sí misma, podría ser la llave del sentido que nos abra a la militancia política. Este espacio es también el espacio de la acción, de la praxis, del reflejo real que exige el pensamiento real. Nada más necesario hoy, entonces, que la militancia, precisamente porque el capital extiende sus manos por todo el globo, porque está más reforzado que nunca.
Kolakowski ha argumentado en contra del horizonte de expectativa utópica de las ideologías que, como el marxismo, piensan en el fin. Porque pensar el fin es problemático. Porque pensar el fin es también pensar la presencia, la estabilidad, la armonía, la identidad, y con ello, el terror, el totalitarismo, la supresión de la libertad. Pero aunque Kolakowski pensaba aquí en el marxismo, su propia filosofía debería conducirlo a afirmarlo. Porque quien afirma ahora el fin no es el marxismo, sino el capitalismo en su última letanía de vida, en la época de su extensión planetaria, en la época de su éxito total. El capitalismo ha traído su propio fin, su interpretación particular de ese fin, en el que ya no es necesario temer la emergencia de aquellos que apuestan por la quiebra del sistema y la revolución. ¿Quién teme hoy al Partido Comunista? Kolakowski, pues, se equivocó, creyendo quizás en que el liberalismo concedería el espacio de inquietud propio del individuo burgués y su supuesta libertad, sin prever que aquel sistema económico y social que nunca prometió la emancipación y la libertad del género humano -el capitalismo- daba ya por supuesto semejante libertad en su puesta en práctica histórica. Quien finalmente ha liquidado ese espacio ha sido el propio capital, asesinando primero toda posibilidad histórica de emergencia de la alteridad, de la expectativa de lo distinto. A cambio, nos ha dotado con el paraíso del consumo, la protección de la propiedad privada y la disolución de toda angustia ante la amenaza enemiga a manos de la producción nacional de armas nucleares. He aquí donde han ido a parar todos aquellos charlatanes que se apresuraron a condenar el comunismo como el gran peligro de la civilización burguesa. ¿Cambiarían de opinión al conocer la moral que ha institucionalizado la figura del broker?
Pero volvamos a la frase de Derrida. La posibilidad misma del mal- en este caso, la perversión del soviet en su evolución malsana hacia la cúpula del partido burocrático-totalitario- pertenece a la apertura sin la cual solo nos queda la necesidad de lo peor. Ahora bien, la necesidad de lo peor implica negar el horizonte de expectativa y esperanza que es a la vez lo propio de lo humano mismo, pues genera en sí aquella disyunción que evitaba la fatal armonía de la que se quejaba Kolakowski. Mas la historia siempre traiciona nuestras ideas. Ahora ese espacio ha sido arrebatado por la preeminencia a título nobiliario de los mecanismos- tan abstractos como el Dios metafísico de Aristóteles- del mercado capitalista internacional.
La frase de Derrida nos trae a la memoria también aquella de Hölderlin, según la cual “en el peligro crece lo que salva”. El optimismo es una exigencia moral, toda vez que la negación del optimismo representa la afirmación de la propia muerte. Es también, como dice Derrida, la exigencia de una responsabilidad, ante los espectros pasados- nuestros antepasados espirituales y nuestros muertos que pagaron con su vida un impuesto inútil- y los futuros, nuestros hijos, la humanidad no presente que en su ausencia nos reclama la lucha necesaria. No se debe nunca sacrificar el bien posible por el temor al mal posible, pues este sacrificio implica la necesidad de lo peor. Que en nuestro caso tiene una traducción bien clara: la afirmación de la muerte y el reconocimiento del fracaso. Bien que muchos fracasos pueden concederse a uno en vida, no así el de la propia muerte en vida. Actuemos, pues, como seres vivos, no como cadáveres que escriben de antemano el acontecimiento de su muerte evitable.
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