No deja de ser sorprendente el profundo prejuicio que existe en nuestra sociedad contra aquellos que tienen esperanzas en la realidad de un mundo distinto del que nos corresponde. El desprecio del pensamiento utópico ha venido a añadirse como un sentimiento de justicia moral, en el sentido de que ser utópico ya no es solo despreciable sino que además es algo indigno, casi inmoral. Al utópico se le mira con desconfianza, y lo primero que se le reprocha es su irresponsabilidad ante la apreciación correcta de la realidad que le rodea.
Y es que también la realidad se ha vendido en nuestro mundo como objeto prefabricado. Más allá de las razones del utópico, el concepto de realidad aceptado en nuestra sociedad es el de una estructura impersonal, metafísica, más allá de todo control y responsabilidad individual, que nos subyuga como piezas de un entramado absurdo en el que no solo no debemos preguntar por su legitimidad, sino que además estamps obligados a sentir la emoción de la culpa cuando caemos en ese pecado imperdonable. Olvidamos de este modo que nuestro mundo es un mundo humano, forjado por la acción del ser humano y no por los designios inexcrutables de los dioses. Y con este olvido no nos diferenciamos mucho de los antiguos con su creencia en la moira y en la imposibilidad de dominar nuestras propias existencias. Lejos estamos del hombre renacentista o ilustrado con su fe en la voluntad humana y en su papel central como dominador de la naturaleza.
La apelación al pensamiento utópico se convierte de este modo en algo no muy distinto a una actitud de desafío inmoral sobre lo que los dioses- en este caso representados por mercados, estados y corporaciones- han elegido para nosotros. Rebelarse contra lo dado es un síntoma de inmadurez o de profunda inmundicia moral. El utópico es expulsado de los debates y se le margina desde el instante en que tiene fe en la potencia de la voluntad humana. ¿No es esto paradójico? Aquel que cree en la capacidad creativa del género humano, aquel que cree en un modo más justo de distribución social de la riqueza, o aquel que cree que no todo está perdido con los hombres, es arrojado al silencio más absoluto. Creo, sin embargo, que hay dos razones fundamentales para apostar por un pensamiento utópico, mucho más allá de la confianza o desconfianza que tengamos en la capacidad del género humano por lograr la emancipación.
El primero tiene bases metafísicas, y se basa en apostar por la apertura fundamental del mundo. En nuestra ayuda viene Ernst Bloch y el principio metafísico que concibe el mundo como el laboratorio de la salvación, como un ensayo continuo y abierto en el que aún no hay nada decidido. La contingencia de la historia de los pueblos y civilizaciones, la imposibilidad de determinar científicamente el destino de los pueblos y consideraciones por el estilo nos hablan de la estructura moldeable, flexible, abierta, del mundo de los hombres. Nada hay determinado de antemano: esta es una razón suficiente para luchar y no perder la confianza en la existencia potencial de distintos mundos posibles.
El segundo es moral, y en realidad es el más importante. Más allá de razones y certezas, debería existir en nosotros un profundo impulso por no permitir que un yugo insoportable nos esclavice más allá de nuestras fuerzas. Más allá de razones y certezas, debería existir en nosotros la voluntad creativa por transformar activamente nuestro mundo al margen de las imposiciones de instituciones y estados sobre nuestros cuerpos. Esta voluntad de transformación no es solo política. Se evidencia en todas las facetas de nuestra vida humana, desde nuestra alimentación hasta la forma de organizar nuestro trabajo pasando por la gestión del ocio. La voluntad creativa es una de las cosas más ricas que posee el género humano. Esta voluntad pasa por aceptar el dogma sisífeo que rechaza la posibilidad de un horizonte real de expectativas. Va más allá y se ejercita en esta creatividad independientemente de su éxito. Porque el éxito es ya el trabajo. El éxito se encuentra en el propio proceso mediante el cual el individuo no se somete a coerciones sociales, psicológicas o divinas, o lucha por minimizar este sometimiento. La lucha por la emancipación no depende de las perspectivas de su propio éxito, para una moral sisífea o tantálica que encuentra en su propio trabajo el criterio de su satisfacción.
Nada es vano cuando el éxito es independiente de nuestro trabajo. Tener esa voluntad creativa por producir formas nuevas en todos los aspectos de la vida, con independencia del yugo mortífero de las instituciones y reglas impuestas sobre nuestras mentes y cuerpos, es el criterio de toda ética utópica o pensamiento utópico. Cuando las razones filosóficas y la voluntad creativa confluyen en un mismo criterio, entonces tenemos el orgullo de ser hombres utópicos. La aceptación de lo dado es la aceptación de la muerte en vida. Y mientras exista una pìedra que subir, o un estado represor contra el que luchar, el pensamiento utópico será el eje indispensable para todo logro fructífero.
1 comentario:
«... o un estado represor contra el que luchar». Excepto este comentario fundamentalista tan propio de un adolescente corto de miras como impropio de un Filósofo largo de miras, muy bonito todo.
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