Si la filosofía tiene una esencia, ésta debe consistir en una ruptura metódica sobre el plano siempre liso y firme de los sistemas de creencias generalizadas, que corresponden a un momento histórico determinado, y sobre los que se estructuran las formaciones de conciencia singulares y colectivas que, no obstante, permanecen habitualmente ignoradas por los sujetos que las forman. La esencia de la filosofía es entonces esta brecha, este profundizar sin trabas que pone en jaque toda formación discursiva referente a la totalidad. El filosofar de Sócrates ya es un insulto contra las autoridades intelectuales de su época. La duda de Descartes y la epojé de Husserl tienen en común el intento, al menos en primera instancia, de poner en suspenso toda ideología, creencia u opinión para acceder al fundamento de todas las creencias y opiniones. Hasta si se hace posible una ética determinada y con normas concretas entre los filósofos, ello es siempre en el marco de una comunidad aislada (como la de los epicúreos), cuando no una copia más o menos soterrada de las convicciones exteriores (como en Kant), con la finalidad de complacer a las autoridades intelectuales vigentes o de perseguir, inconscientemente, sus propias creencias y convicciones más hondas y menos examinadas.
La inteligencia del filósofo es destructiva por esencia. La destrucción opera con la finalidad de alcanzar el fundamento. Pero el fundamento fácilmente se confunde con el no-fundamento (como nos han enseñado hasta la saciedad Homero, los presocráticos, la teología negativa de Eckhart, Nietzsche, etc), y por este motivo la labor del filósofo tiene que permanecer siempre en la sospecha constante del nihilismo. Si es verdad que muchos intelectuales se han adherido, en un momento determinado de sus vidas, a la ideología dominante, ello ha sido en el ambiente de una heterodoxia crítica y singular, o bien en la riqueza del eclecticismo propio de muchos de ellos, lo que conduce siempre a dos cosas: una, a respetar la esencia propia del crítico filosófico, que consiste en perseguir la búsqueda sin la admisión de una moral par provision, (en lo cual Descartes se revela aquí como el traidor filosófico por excelencia), y otra, a permanecer en el limbo de la duda, que no admite como evidente lo que a ojos vista es evidente (recordemos que algunos escépticos griegos no admitían siquiera la evidencia de los sentidos). El filósofo se revela, pues, alejado de ese modo del mundo en el que vive, y, en la medida en que se encuentra a sí mismo como buscador en el fondo, debe renunciar temporalmente a la certeza de sus convicciones (Husserl).
Husserl comprendía la epojé como una actitud filosófica temporal. Solamente mientras esperamos la evidencia apodíctica, es legítima una suspensión del juicio, que para Husserl, no es necesariamente negativa. Pero Husserl se olvidaba de una cuestión fundamental: la temporalidad de la epojé era mucho más larga de lo que en un primer momento pensó. Todos sabemos lo que Husserl dijo al final de su vida: apenas entonces debía recomenzar todo de nuevo. La epojé se convirtió en el estado natural del filósofo durante toda su vida e incluso en los lindes de su muerte.
El cuerpo de la acción social lo forman sujetos sometidos a la creencia generalizada y a la convicción soterrada. La idea de que la crítica de las convicciones aceptadas pertenece al espíritu crítico del intelectual es otra forma con la que se manifiesta la profunda influencia del cuerpo de opiniones. Desde luego que es fácil criticar las ideas establecidas: otra cosa es poner en jaque todos los presupuestos, incluidos aquellos más actuales, que bajo la forma de su revolución o crítica en realidad forman parte de esa misma realidad que critican. En otras palabras, en esta época, lo fácil es ser revolucionario: lo difícil es ser reaccionario, y al mismo tiempo abjurar de todas las certezas y modos de vida que conlleva ser reaccionario en este mundo.
El filósofo es un buscador de fondo. Como buscador, su epojé no puede nunca ser temporal, a riesgo de que el filósofo, como quería Kojève, llegue a convertirse en sabio. Pero esto aún no se ha dado. Para ello habría que regresar a la idea de filósofo-poeta-mago encarnada en Empédocles. Pero la tradición filosófica, desde Sócrates a Husserl pasando por Descartes, permanece en el telar de fondo de la duda. Se busca el fundamento, que aparece en este mundo con la forma del no-fundamento. El filósofo es un navegante del abismo. El filósofo es nihilista.
La inteligencia del filósofo es destructiva por esencia. La destrucción opera con la finalidad de alcanzar el fundamento. Pero el fundamento fácilmente se confunde con el no-fundamento (como nos han enseñado hasta la saciedad Homero, los presocráticos, la teología negativa de Eckhart, Nietzsche, etc), y por este motivo la labor del filósofo tiene que permanecer siempre en la sospecha constante del nihilismo. Si es verdad que muchos intelectuales se han adherido, en un momento determinado de sus vidas, a la ideología dominante, ello ha sido en el ambiente de una heterodoxia crítica y singular, o bien en la riqueza del eclecticismo propio de muchos de ellos, lo que conduce siempre a dos cosas: una, a respetar la esencia propia del crítico filosófico, que consiste en perseguir la búsqueda sin la admisión de una moral par provision, (en lo cual Descartes se revela aquí como el traidor filosófico por excelencia), y otra, a permanecer en el limbo de la duda, que no admite como evidente lo que a ojos vista es evidente (recordemos que algunos escépticos griegos no admitían siquiera la evidencia de los sentidos). El filósofo se revela, pues, alejado de ese modo del mundo en el que vive, y, en la medida en que se encuentra a sí mismo como buscador en el fondo, debe renunciar temporalmente a la certeza de sus convicciones (Husserl).
Husserl comprendía la epojé como una actitud filosófica temporal. Solamente mientras esperamos la evidencia apodíctica, es legítima una suspensión del juicio, que para Husserl, no es necesariamente negativa. Pero Husserl se olvidaba de una cuestión fundamental: la temporalidad de la epojé era mucho más larga de lo que en un primer momento pensó. Todos sabemos lo que Husserl dijo al final de su vida: apenas entonces debía recomenzar todo de nuevo. La epojé se convirtió en el estado natural del filósofo durante toda su vida e incluso en los lindes de su muerte.
El cuerpo de la acción social lo forman sujetos sometidos a la creencia generalizada y a la convicción soterrada. La idea de que la crítica de las convicciones aceptadas pertenece al espíritu crítico del intelectual es otra forma con la que se manifiesta la profunda influencia del cuerpo de opiniones. Desde luego que es fácil criticar las ideas establecidas: otra cosa es poner en jaque todos los presupuestos, incluidos aquellos más actuales, que bajo la forma de su revolución o crítica en realidad forman parte de esa misma realidad que critican. En otras palabras, en esta época, lo fácil es ser revolucionario: lo difícil es ser reaccionario, y al mismo tiempo abjurar de todas las certezas y modos de vida que conlleva ser reaccionario en este mundo.
El filósofo es un buscador de fondo. Como buscador, su epojé no puede nunca ser temporal, a riesgo de que el filósofo, como quería Kojève, llegue a convertirse en sabio. Pero esto aún no se ha dado. Para ello habría que regresar a la idea de filósofo-poeta-mago encarnada en Empédocles. Pero la tradición filosófica, desde Sócrates a Husserl pasando por Descartes, permanece en el telar de fondo de la duda. Se busca el fundamento, que aparece en este mundo con la forma del no-fundamento. El filósofo es un navegante del abismo. El filósofo es nihilista.
1 comentario:
Está muy bien la entrada, David, sobre todo el título.
El filósofo desde luego lo que no puede ser es un ideólogo, es decir, alguien que se escuda tras una doctrina y trata de venderla. El verdadero filósofo tiene por ocupación fundamental todo ese vasto terreno (abismal) quese da por debajo de estas estructuras doctrinales, ese terreno de los fundamentos que se sostienen sobre sí mismos, al carecer de un Fundamento originario.
shalom
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