El faro en mitad del océano sólo se ve a sí mismo. Si sabe que existe un océano, es porque ello le da una explicación coherente de su existencia. Nadie ha avisado al faro de la llegada del océano. Tampoco recuerda si antes de él existía otra cosa, porque él lleva existiendo desde la noche de los tiempos. Él ha llegado el primero y también se marchará el último.
El tablero de ajedrez sólo se ve a sí mismo. Si sabe que los jugadores tienen una vida más allá del tablero, es porque eso le tranquiliza. Nadie ha avisado al tablero de la llegada del jugador. Las piezas se mueven en él como el agua en el mar, resueltas en el azar y sacrificadas en la tierra. Es la perpetuidad de la muerte: generación tras generación, pieza tras pieza. No hay una partida idéntica, pero todas las piezas repiten su papel bajo la ordenación de una mente superior e inextricable. Estamos en el dominio del destino.
El ojo está encerrado en sí mismo. El oído está consumido por su ser. Los brazos se hallan destinados en una superficie contingente del cuerpo, de este cuerpo, de este cuerpo preciso. El río siempre lleva el mismo caudal de agua. Él es el caudal inmóvil que tiende el acontecimiento de su muerte sobre las dos orillas para que la eternidad del agua pueda consagrarse. También él ha llegado el primero, y será el último que se marche.
Dios es la oscuridad de la noche que habita dentro de nosotros, de la que un día emergieron el ojo, la luz, el faro, el río. Aquello con lo que cargamos en la mera inconsciencia pero de la que surge también nuestro aliento de vida. Aquello que perdimos y que al mismo tiempo nos posee. Aquello que, siendo mudo, es el resorte de nuestras palabras. Aquello que conforma una masa eterna, inmóvil, perfecta, sobre la que se levanta como un viejo acueducto nuestra alma, bailarín prodigioso aterrado por la fuerza de la gravedad que le llama con sus gritos. Aquí abajo la tierra muge como un animal moribundo. Nosotros somos simplemente la boca con la que ese animal se expresa. Simples instrumentos, pero con la terrible conciencia de su simpleza.
El tablero de ajedrez sólo se ve a sí mismo. Si sabe que los jugadores tienen una vida más allá del tablero, es porque eso le tranquiliza. Nadie ha avisado al tablero de la llegada del jugador. Las piezas se mueven en él como el agua en el mar, resueltas en el azar y sacrificadas en la tierra. Es la perpetuidad de la muerte: generación tras generación, pieza tras pieza. No hay una partida idéntica, pero todas las piezas repiten su papel bajo la ordenación de una mente superior e inextricable. Estamos en el dominio del destino.
El ojo está encerrado en sí mismo. El oído está consumido por su ser. Los brazos se hallan destinados en una superficie contingente del cuerpo, de este cuerpo, de este cuerpo preciso. El río siempre lleva el mismo caudal de agua. Él es el caudal inmóvil que tiende el acontecimiento de su muerte sobre las dos orillas para que la eternidad del agua pueda consagrarse. También él ha llegado el primero, y será el último que se marche.
Dios es la oscuridad de la noche que habita dentro de nosotros, de la que un día emergieron el ojo, la luz, el faro, el río. Aquello con lo que cargamos en la mera inconsciencia pero de la que surge también nuestro aliento de vida. Aquello que perdimos y que al mismo tiempo nos posee. Aquello que, siendo mudo, es el resorte de nuestras palabras. Aquello que conforma una masa eterna, inmóvil, perfecta, sobre la que se levanta como un viejo acueducto nuestra alma, bailarín prodigioso aterrado por la fuerza de la gravedad que le llama con sus gritos. Aquí abajo la tierra muge como un animal moribundo. Nosotros somos simplemente la boca con la que ese animal se expresa. Simples instrumentos, pero con la terrible conciencia de su simpleza.
2 comentarios:
Bienvenido al mundo virtual!
Aquí abajo la tierra muge como un animal moribundo. Nosotros somos simplemente la boca con la que ese animal se expresa. Simples instrumentos, pero con la terrible conciencia de su simpleza
Disiento, pero me callo que si no jodo tu vuelta, jeje!
Un saludete David!
:]
Quizá el pasaje reproducido por Renton sea un buen ejemplo de “estrabismo metafísico”...
Cordiales saludos.
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