Angustia y reescritura.
Si Kierkegaard ha podido definir la angustia como el vértigo de la libertad, ello se debe a que la angustia es otro acontecimiento en el que se lleva a cabo una reescritura completa de la conciencia, y de este modo la angustia puede participar o forjarse a sí misma como un aspecto de ese proceso que llamamos conversión. No hay angustia verdadera sin verdadero sentimiento de remoción absoluta del suelo y del fundamento en el que el sujeto se enraíza. Si esto es verdad, entonces la angustia no es sino la reescritura global de la conciencia, y este proceso es doblemente necesario, en la medida en que la angustia es capaz de provocar un extrañamiento radical en el sujeto que le haga necesario un nuevo nombramiento de sí mismo. Es en este sentido también donde la angustia puede ser un fenómeno local de aquel más general que llamamos conversión, un medio por el que la conciencia toma suelo y se forja a sí misma, es decir, un medio de construcción ética de la conciencia.
El extrañamiento del sujeto reescribe al mismo sujeto, obliga a demoler el fundamento en un acto que significa el rechazo profundo de semejante fundamento, debido a su incapacidad ya para fundar el sujeto. Todas las crisis culturales que han tocado el corazón de la civilización occidental, basan su éxito en la demostración de la inviabilidad de ciertos conceptos que ya no podían sostener la estructura ideológica, social o existencial de la comunidad. La angustia, en forma de ruptura radical, tiene como consecuencia el vacío inmediato de todo el contenido que significaba el sujeto, y, en realidad, este sujeto mismo es expulsado también en este torbellino de destrucción fundamental. Con ello, y siguiendo a Kierkegaard, la conciencia se repliega desde la constatación misma de la realidad inmediata, hasta su propio fundamento teórico, es decir, la posibilidad, y con ello se retroalimenta de nuevo, en la medida en que su correlato objetivo no está ya fundamentado por lo inmediato sensible, sino por la esfera de la posibilidad omniabarcante.
Opaco en su solidez, consciente en su disolución, el sujeto no puede tomar posición sobre sí en una situación de estabilidad permanente. Solo la disolución crítica de su fundamento puede llevarle a una nueva contemplación que se confunde con su propia construcción. En la opacidad de su identidad, el sujeto no es consciente, habitando en aquello que Kierkegaard llamaría “estadio estético”. En la destrucción de todo fundamento, el sujeto es consciente allí donde él comprende la esencia de su contenido como una esencia vaciada de todo sentido; es por eso que la conciencia no es comprensión en la identidad, sino comprensión negativa, constatación de falta o sabiduría de la distancia. La conciencia es constatación, pero solo una degradación completa – una conversión- puede dar la medida de semejante constatación. La conciencia hace luz sobre lo negativo, no lo suprime en la bondadosa luminiscencia de la identidad absoluta, sino que se hace independiente de lo observado desde un ángulo sin profundidad, en el que ella es única y exclusivamente constatación ajena.
En efecto, la conciencia en este punto no podría ser conciencia de un sujeto. Lo que se da en la conversión, y en la angustia en cuanto ejemplo particular de esta conversión más general, es precisamente un vaciado absoluto en el que únicamente queda la conciencia desolada separada de todo sujeto fundado. Este marco no pertenece ya a un sujeto que propiamente ha dejado de existir- pues la remoción del suelo implica una destrucción y la promesa de una construcción futura y nueva- sino que el marco es como tal la pura constatación llevada al límite en el que coincide con aquello observado. Es verdad que en este sentido podríamos hablar de la conciencia como de un fenómeno estético, mas este fenómeno está privado de toda reconciliación con el objeto. La conciencia no representa en este trance una feliz identidad, sino acaso la desolación de un marco impersonal que no obstante ejerce una fascinación sobre el sujeto que lo padece. Si acaso hay sujeto, es pues, esa pura pasividad que sufre el acontecimiento demoledor representado por la angustia. En la angustia, el sujeto es reducido a puro pathos, puro espectador de un proceso que lo sobrepasa. Ahora bien, en el instante en el que la angustia reduce al sujeto a su mínima expresión, eleva sin embargo la conciencia de un estado que semejante destrucción deja al descubierto. Como si hubiéramos arrancado el velo a la estatua ocultada, el resplandor de lo des-cubierto invade a un sujeto que propiamente no es tal, pues lo que “él” ve aquí es su propia nulidad, su propia destrucción, su nada. De hecho, el sujeto como tal ha desaparecido, solo para convertirse en su propio objeto. Aquella identidad especular supuestamente formativa de la imagen del sujeto no es ya propiedad de ese sujeto, puesto que el sujeto se ha hundido en el lecho mismo de su propia representación. En un proceso inverso a la emancipación subjetiva de Hegel, el individuo “estético” se ha hundido en la constatación de su propia verdad abismal, y allí entonces comienza realmente su propia identidad, bien que lejos ya de lo que era: su propio fundamento, pues, pertenece al suelo hundido que revela la infinitud del abismoMas en esta experiencia desoladora encuentra la conciencia su modelo arquitectónico. La conciencia, alejada ya de toda identidad ingenua y de toda feliz unión con el mundo, encuentra en el desgarro la diferencia y con ello el conocimiento. Poseemos imágenes poderosas de este proceso desde el Génesis hasta Hegel. La conciencia ya no puede limitarse a la yuxtaposición de imágenes o identidades, ni tampoco a una elaboración ingenua de su propia mirada sobre el mundo. La experiencia de la escisión y el conocimiento del abismo incluyen también una experiencia y un conocimiento sobre la verdad que implican y determinan la imposibilidad de una verdad ingenua al modelo de la identidad entre conciencia y mundo. El desgarro no promete, como en Hegel, una futura reconciliación de la cual semejante desgarro es solo uno de sus procesos necesarios. Pues si esto fuera así, entonces ello implicaría que la experiencia de la angustia no ha tenido suficiente fuerza. El pecado de Hegel fue precisamente banalizar el momento negativo, pecado del que más tarde se haría consciente Kierkegaard. Mas si el lugar donde nace la conciencia no es el país egipcio del Hegel estético en el que sujeto y objeto vivirían la feliz unión que espera su posterior desgarro, sino precisamente el instante mismo de la catástrofe, tal lugar no puede ser reservado y ofrecido simplemente al concepto frío e impersonal de la “antítesis”, sino el lugar, el quicio mismo desde el que toda experiencia de verdad es posible- en la medida en que allí se ofrece el primer paradigma de verdad experienciable- y, en fin, el inicio mismo de la conciencia en sentido propio.
De este modo la conciencia no equivale en modo alguno al itinerario absoluto del espíritu hegeliano; antes de la crisis no hay conciencia. Antes de la crisis no hay movimiento, antes de la crisis no hay verdad posible, y, por tanto, el desgarro no es un momento cualquiera, sino el centro vital de la experiencia. La reescritura entonces no es quizás tanto reescritura- pues lo antiguo ha muerto- cuanto escritura primigenia. Pero entonces el sujeto tiene que reconocerse a sí mismo, tiene que volver a aprenderlo absolutamente todo. Mas desde el principio ha comprendido la distancia natural entre las cosas y las mediaciones insuperables que constituyen la existencia. Tal principio es el que rige desde siempre ya la experiencia del nuevo sujeto, desfondado por completo en la medida en que ha quedado reducido al marco esquemático de una conciencia sin contenido. La labor de construcción ética será, por tanto, dar un lugar, una morada, a esa conciencia desencantada que ha conocido la verdad y sin embargo debe seguir viviendo. El objeto final del itinerario del espíritu no se encuentra, pues, al final, sino que ya en la aurora el sujeto ha conocido todo lo que tenía que conocer. La conversión le ha devuelto a las ruinas, a los orígenes. Mas también le ha despojado de toda conciencia melancólica, pues su pasado ha sido borrado de un plumazo. La alegría del consciente es una alegría, por tanto, ambivalente. Por una parte goza de saberse formado a la medida de una conciencia impersonal; no le importa sacrificar su carne a las aras de una constatación general. Es el precio de la verdad, de una verdad que no necesita grandes espectáculos ni glorias triunfales, pues es precisamente lo opuesto a todo esto: una verdad fría e inhabitable, que elude toda feliz armonía en la que el sujeto pueda sentir su morada. Pues esto es precisamente de lo que se trata: frente a las elaboraciones del espíritu, en las que el sujeto se expande y se convierte precisamente en Sujeto, la sobriedad y ascesis de la conciencia remite a una contracción cuasi absoluta del sujeto que se convierte en mero marco del contexto. Al modo del ojo wittgensteiniano, este sujeto apenas permanece en el mundo sino como el límite que se confunde con el mundo que observa. Esta contracción y reducción de las funciones forja la ética del estoico o del asceta; mas esta supresión voluntaria que semejantes grupos llevan a cabo en sus vidas constituye más bien una disminución de la conciencia que una intensificación de la misma. Pues en la medida en que el sujeto desaparece para dejar paso a una conciencia impersonal instrumento de visión, toda la experiencia del mundo ha de ser registrada en lo que al principio es mera constatación del vacío y la destrucción. Ello deja paso a un modelo ético y realizativo en el que la conciencia trabaje precisamente en la recopilación y extensión de la verdad recogida en la conciencia, la cual, a modo de propileo griego, promete un desarrollo interior que solo podrá llevarse a cabo en la realización constructiva, en la evolución enriquecedora de la experiencia espiritual y vital de la conciencia.
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