Nuestro mundo está conformado en torno a acontecimientos singulares, islas instantáneas en medio del gran océano del tiempo que dan, aparentemente, un sentido a la temporalidad: hablamos del acontecimiento singular, cuya esencia no es aportar sin más un sentido positivo a la historia, sino hacer circular la temporalidad misma en torno a la dirección que aquel ha querido proyectar sobre el vacío infinito del tiempo.
Acontecimiento singular que rompe y destruye el sentido inmanente de lo temporal. Acontecimiento singular que tampoco se da nunca como algo empírico, mundano e inmediato- esto solo es la forma externa en la que se presenta lo temporal mismo- sino que pertenece, por naturaleza, a lo intemporal, a lo eterno, a lo trascendente. De hecho, tal acontecimiento destruye lo inmediato mismo, la cadena del tiempo, y por tanto, si puede otorgar identidad al devenir, también puede sustraerla. Así, podría considerarse que la venida de Cristo al mundo no tiene sentido si queda desprovista de la resurrección de su persona. Lo que significativamente quiere indicar la resurrección se condensa en la negación del sentido de lo histórico después de Cristo mismo, si Cristo no cierra el paréntesis trascendente que ha introducido en la historia profana. El acontecimiento significativo mismo, pues, puede tanto introducir como sustraer el sentido: todo depende de su capacidad para ordenar lo mundano y temporal en torno a su centro. Cuando esta capacidad fracasa, el hombre experimenta el vacío y el sinsentido.
Así pues, podríamos decir que la exigencia del discípulo de Cristo en torno a la supuesta resurrección de su maestro es justa. Pablo tenía razón cuando decía que la fe del cristianismo sería una ilusión sin la resurrección del Cristo. El acontecimiento singular no puede irse sin más después de perturbar el equilibrio mundano y temporal. La irrupción de lo trascendente en el mundo sólo puede servir para enlazar ya desde siempre este mundo al sentido superior que lo ha perturbado, a costa de destruir para siempre la confianza y la fe en el mundo mismo. Los reproches al cristianismo oficial que desde Feuerbach y Kierkegaard preparan la crisis mundial del cristianismo- y de la civilización asociada sus bases- provienen de esta carencia de lo trascendente para iluminar la contingencia temporal. Pero, en otro sentido, hemos recibido la gran contrapartida de la teología salvífica cristiana en ese otro acontecimiento singular sobre el que ahora gravita todo nuestro pensamiento: Auschwitz. Acontecimiento esta vez negativo, reverso real del mensaje de Cristo, que si proclamaba la salvación y la creencia en el amor, ahora se disuelve en la maldición y la apuesta por el odio. Auschwitz reduce de hecho la propuesta cristiana a cenizas en el mismo sentido en que disolvió millones de cuerpos humanos en ceniza: su poder simbólico y significativo pone punto y final, pues, a todo un mundo basado en la noción de esperanza cristiana y salvación del hombre en la redención de un Cristo futuro. Si Dios ha terminado con Auschwitz, es porque Auschwitz mismo ha roto el mundo de Dios, para establecer el suyo. Las sospechas de ateísmo se convierten en certezas, y, en un sentido muy particular, el ateísmo contemporáneo tiene que dar las gracias a Auschwitz: pues fue el mejor teólogo, el mejor pensador de la muerte de Dios, más allá de Nietzsche.
Lo que arrastra consigo todo acontecimiento fundador es una esperanza, la esperanza que perturba el equilibrio temporal profano y mundano en la ilusión, siempre contradictoria, de lograr en el futuro un mundo que unifique la trascendencia inmaculada de lo divino con la inmanencia mundana e imperfecta. Cuando esa esperanza no puede cumplirse, el acontecimiento fundador cae en crisis. Pero, a su vez, el acontecimiento en sí arrastra todo el sentido y fuerza inmanentes a la temporalidad para hacerlos suyos: la época del cristianismo no termina en el siglo I, sino que comienza allí una vez muerto el Cristo. El acontecimiento singular destruye, por tanto, toda la ganancia de la misma temporalidad aún cuando en sí mismo – o precisamente por ello- obtenga su legitimidad de categorías fantasmales e ilusorias. Toda la fuerza del mensaje cristiano tiene- se ve obligada a- que radicar en la epoché con la que Cristo mismo desliga un mundo anterior e inicia uno nuevo. Su temporalidad carnal es etérea, su espacio, un espacio fuera del espacio. Como en Sacrificio de Tarkovski, el tiempo del milagro y de lo sacro destruyen toda temporalidad y sumergen al sujeto en el aura virgen de un mundo trascendente. Después del acontecimiento, lo que sucede después no tiene importancia: el sucederse temporal de los millones de individuos que fabrican, en su anonimato ontológico, el futuro de un nuevo acontecimiento que devore literalmente unos cuantos siglos más. Tal es la naturaleza del acontecimiento. Mas lo sacro- no hay que olvidarlo- no es únicamente positivo. Lo trascendente no es sólo la imagen virginal del niño Cristo en la cuna. También- por desgracia- lo es el campo de concentración, elevado ya a la categoría de intemporal. Y bajo su sombra corren nuestros instantes temporales irrelevantes, en un presente que espera la esperanza del futuro, sea salvadora o mensajera de aniquilación.
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