La agonía de la aceleración en nuestro mundo no sólo ha tendido a reemplazar el tiempo presente por un porvenir nunca realizado- Koselleck- sino que además ha hecho de esta aceleración el sujeto de un mundo, ha convertido a la aceleración -económica, social, etc- en una aceleración ontológica. El ser acelerado parece tener como misión la destrucción incondicional no ya del sentido- vieja farsa- si no de la necesidad del sentido, con una actitud más profunda que elimina ya de facto cualquier agonía en torno a lo trascendente o a lo sagrado, más allá también de la nueva farsa acerca del regreso de lo sagrado en la postmodernidad, que denuncia Zizek, y que creyó-quizás ingenuamente- el propio Eliade.
La destrucción de esta necesidad ataja por completo la indefinidad del problema sobre el sentido y además enlaza con una circunstancia que políticamente favorece a los sistemas de poder: la despreocupación por la muerte. Si el anhelo unamuniano y metafísico por el sentido está vivamente enlazado con el rechazo de la muerte y de la finitud, la ausencia de todo deseo trascendente ha de devenir indiferencia ante el hecho de la muerte. Tal indiferencia no es un mecanismo utilizado por los sistemas de poder para neutralizar el terror de la muerte; más bien, parece que lo verdaderamente interesante está en librar al ser humano del miedo a la muerte, y ello, con el fin de lograr un dominio más sencillo de sus necesidades. Si se desvanece todo sentido, también la muerte ha de devenir desvanecimiento; si se desvanece la importancia de la muerte, también la potencia de la vida será disminuida.
La vida importa cuando la muerte adquiere legitimidad y fortaleza. La perspectiva de la nada enriquece - a pesar de todo-la pequeña finitud que nos ha sido concedida, y en esta dirección se ha trabajado en gran parte de nuestro pensamiento contemporáneo. Si bien la infinitud y el deseo de inmortalidad pertenecen al pasado, no nos resulta tan extraña la idea de una infinitud realizada en lo finito, en la temporalidad. Al menos desde Hegel.
Si la muerte no importa, la pérdida de la existencia es un hecho irrelevante. Que hoy en día la técnica haya logrado el milagro de producir una muerte instantánea pertenece también a sus logros más legítimos. Podemos morir sin necesidad de reflexionar mucho sobre ello. Llenos de planes sobre un futuro que será sustituido por uno nuevo cuando ése llegue, viajamos en automóvil y de pronto tenemos un accidente mortal, que elimina la pereza de redactar un relato coherente de aquello a lo que nos hemos dedicado desde que nacimos. Desprovistos de esa muerte retorcidamente elaborada por los metafísicos, nos desvanecemos en un tiempo etéreo hacia una muerte no menos etérea, casi dulce, que nunca nos agita desde el más allá, sino que nos ayuda, en ese trance estúpido en que consiste la vida, en marcharnos de ella cuanto antes.
La muerte instantánea es un gran invento del siglo de la ciencia y la técnica. Poder morir automáticamente en un avión- mientras se desayuna y se lee el periódico, por ejemplo-, no sólo constituiría un gran absurdo para los hombres pensantes de otras épocas: es además una ventaja y algo intrascendente; la muerte es de hecho intrascendente- es protagonista de los sucesos de la vida diaria, como decíamos, lejos del más allá, instalada en la nulidad del más acá-, pues la vida es intrascendente.
La negación de lo vano es vanidad; no se pierde nada allí donde no hay nada que perder. La ruptura con la necesidad del sentido nos libra de ese trauma al que estábamos condenados- el enfrentamiento con la nada- mediante una progresiva adecuación y trato con esa nada. La nada metafísica del Más Allá- donde Dios y Muerte coinciden- se trae al universo cotidiano, perforado por la amable nulidad de un futuro siempre inalcanzable y un presente etéreo, para desmembrar el sentido hondo que la muerte siempre produjo en el hombre. La felicidad de los súbditos y su adecuación al sistema de poder es ya innegociable, algo dado para siempre. La pregunta del filósofo y la del hombre preocupado es esta otra: ¿A qué precio?
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