Con este paradójico término podría resumir Kiekegaard su filosofía: como dice en otro lugar, “el individuo religioso se apoya en sí mismo y desprecia los garabatos infantiles de la realidad exterior”. Aquí tenemos todos los datos ya para separar de una vez por todas la filosofía de Kierkegaard y la de sus supuestos seguidores, es decir, los existencialistas en la línea de Sartre y las filosofías de la decisión. Pues frente a lo que pudiera parecer, el salto al vacío de Kierkegaard- bajo el cual se podría fundamentar la acusación de nihilismo-, no es nunca un salto de la decisión, sino más bien una espera.
¿ Deciden acaso Abraham y Job? Estos, que son los que verdaderamente representan el temor y temblor kierkegaardianos, se mantienen en una espera sin esperanza, más cerca de la espera de Heidegger que de la esperanza blochiana. Un dejar en las manos de Dios, cuya único correlato espiritual es la pasión misma de la fe. Pero, ¿es Kierkegaard un caballero de la fe? ¿No duda acaso de si su certeza espiritual está de veras bien fundada? Ha de hacerlo; de otro modo, no se podría hablar de salto al vacío. El salto al vacío es posible porque es posible la locura, el error, el delirio. Y la fe en Dios es la que permite esperar en la desesperación, renegar de la posibilidad del delirio.
Pues esta es la clave que zumba continuamente sobre la filosofía kierkegaardiana: la posibilidad. Contrariamente a lo que pudiera parecer, no se trata aquí de un actualismo desnudo a la manera de Sartre, según el cual la vida es proyecto y la decisión es el único fundamento estable sobre la corteza vacía del ser, sino, retomando a Aristóteles, posibilidad en sí misma, posibilidad infinita, lo cual libra a Kierkegaard de la acusación de decisionismo.
Ahora bien, la diferencia es evidente: Abraham no duda, Job no duda. La inestabilidad del hombre moderno, la necesaria fragmentación a la cual el protestantismo abocó al hombre, impiden la culminación de una certeza absoluta. Kierkegaard no es el caballero de la fe, sino el que fundamentando filosóficamente la excepción, logra hacerla fundamento a su vez de lo general, y de ese modo hacer de hecho de la locura fundamento.
Pues, ¿No quedó preso acaso Kierkegaard de sus categorías? Como un Hegel al revés, aplastó los movimientos del espíritu bajo una tríada también; sus sufrimientos provienen de contemplar las cosas sensibles bajo rótulos suprasensibles. La supuesta existencia desnuda y el profundo subjetivismo kierkegaardiano no se ven libres del peso especulativo. Tan es así que el propio Kierkegaard renunciaría más tarde a su auténtico amor en función del complejo sistema abstracto que había cobijado y alimentado en su terrible cerebro.
La pasión de la fe kierkegaardiana se fundamenta, pues, en la espera, no en la decisión. Pues la decisión es siempre la de aceptar el compromiso supuesto del Destino con el individuo, que en Kierkegaard aparece como Dios-Abismo y como Trascendencia Absoluta. Dejar las manos en ese abismo supone primero haberse lanzado a él, es cierto; pero a la vez significa “andar muerto en vida”, como Kierkegaard dice de sí mismo, y como Lacan retrató muy bien en su análisis del obsesivo compulsivo. Este andar muerto en vida, sin embargo, es lo que posibilita la salvación en el abismo. Y también la repetición, que nos devuelve del largo infierno de la espera- y que para el hombre Kierkegaard, era ya irremediable.
¿ Deciden acaso Abraham y Job? Estos, que son los que verdaderamente representan el temor y temblor kierkegaardianos, se mantienen en una espera sin esperanza, más cerca de la espera de Heidegger que de la esperanza blochiana. Un dejar en las manos de Dios, cuya único correlato espiritual es la pasión misma de la fe. Pero, ¿es Kierkegaard un caballero de la fe? ¿No duda acaso de si su certeza espiritual está de veras bien fundada? Ha de hacerlo; de otro modo, no se podría hablar de salto al vacío. El salto al vacío es posible porque es posible la locura, el error, el delirio. Y la fe en Dios es la que permite esperar en la desesperación, renegar de la posibilidad del delirio.
Pues esta es la clave que zumba continuamente sobre la filosofía kierkegaardiana: la posibilidad. Contrariamente a lo que pudiera parecer, no se trata aquí de un actualismo desnudo a la manera de Sartre, según el cual la vida es proyecto y la decisión es el único fundamento estable sobre la corteza vacía del ser, sino, retomando a Aristóteles, posibilidad en sí misma, posibilidad infinita, lo cual libra a Kierkegaard de la acusación de decisionismo.
Ahora bien, la diferencia es evidente: Abraham no duda, Job no duda. La inestabilidad del hombre moderno, la necesaria fragmentación a la cual el protestantismo abocó al hombre, impiden la culminación de una certeza absoluta. Kierkegaard no es el caballero de la fe, sino el que fundamentando filosóficamente la excepción, logra hacerla fundamento a su vez de lo general, y de ese modo hacer de hecho de la locura fundamento.
Pues, ¿No quedó preso acaso Kierkegaard de sus categorías? Como un Hegel al revés, aplastó los movimientos del espíritu bajo una tríada también; sus sufrimientos provienen de contemplar las cosas sensibles bajo rótulos suprasensibles. La supuesta existencia desnuda y el profundo subjetivismo kierkegaardiano no se ven libres del peso especulativo. Tan es así que el propio Kierkegaard renunciaría más tarde a su auténtico amor en función del complejo sistema abstracto que había cobijado y alimentado en su terrible cerebro.
La pasión de la fe kierkegaardiana se fundamenta, pues, en la espera, no en la decisión. Pues la decisión es siempre la de aceptar el compromiso supuesto del Destino con el individuo, que en Kierkegaard aparece como Dios-Abismo y como Trascendencia Absoluta. Dejar las manos en ese abismo supone primero haberse lanzado a él, es cierto; pero a la vez significa “andar muerto en vida”, como Kierkegaard dice de sí mismo, y como Lacan retrató muy bien en su análisis del obsesivo compulsivo. Este andar muerto en vida, sin embargo, es lo que posibilita la salvación en el abismo. Y también la repetición, que nos devuelve del largo infierno de la espera- y que para el hombre Kierkegaard, era ya irremediable.
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