La filosofía siempre se ha preocupado por el lugar desde el que habla, menos ahora: porque ahora parece que tal pregunta no tiene sentido, ya que no hay lugar para el sujeto, sino que el sujeto mismo es el lugar del objeto. Ahora bien, todo lugar es bueno para hablar. La institución filosófica será quizás la abstracción del ejercicio real de la filosofía, el cual habita en las mentes, en las mentes particulares, que a su vez son el centro rector de toda legitimación epistemológica. Pero supongamos que tampoco nos importa esto. Entonces, nos enfrentaremos al hecho de que idear un lugar para la filosofía significa tanto como que sea posible legitimar la acción de esa filosofía, su existencia real y su influencia auténtica en el mundo.
Este lugar entendido como legitimación está, aparentemente, roto. No hay tal lugar para la filosofía, por tanto, podremos ser libres en el campo infinito de nuestro intelecto, pero no libres como sujetos sociales representantes de un sentido sin el cual el mundo externo no se puede definir. Sin entrar en si esta representación es necesaria, situémonos en la actualidad de su importancia: no hay sujeto, sólo variaciones cuantitativas en una red anónima sobre la que se construye algo.
Tejamos, como el que teje una bonita historia cuya verdad no es importante, sino sólo en cuanto que consigue hacer dormir al niño que habita en nuestras conciencias, una genealogía del espíritu: desde las alturas platónicas en las que duermen las Ideas, reducto del Dios bíblico inaccesible, hasta la encarnación hegeliana de la Idea por mediación de Cristo. El espíritu se corrompe justo en este instante, un instante sin duda incomprensible: Dios hecho hombre, es decir, el espíritu devenido carne, el espíritu devenido corrupción. Dios salva al hombre corrupto mediante su propia corrupción. Con los pecados de uno salva los pecados del otro. Y entonces el espíritu entra en la Historia. De manera general, seguimos en ella. O eso parece.
Hasta la llegada de Descartes. El cogito se levanta de su sueño corrupto para elevarse sobre la materia. Kant no podrá eliminar la influencia de Descartes, pero ahora el espíritu se ve de nuevo rebajado a su condición de mero fantasma. Hasta Heidegger el recorrido es el de un espíritu que, primero ser cognoscente y separado del mundo, procede a mezclarse poco a poco con él, (hasta el punto de que, en Kant, llega a crear el propio mundo); la mezcla es paulatina, pero irreversible. El mundo-cuerpo de Merleau-Ponty confirma lo que ya íbamos sabiendo. Y el corte epistemológico de Althusser dará voz a la sentencia de Foucault. El hombre ha muerto.
Arbitraria descripción genealógica la hecha aquí, sin duda. No nos importa. El que habla desde aquí no tiene lugar real para hablar, es hablado, como dice Lacan del Yo consciente, porque el hombre es ahora el objeto de sus componentes. Ellos sí son los sujetos. El sujeto es la Máquina. Con la diferencia de que la Máquina ha logrado desembarazarse del Sentido. La Máquina es el superhombre nietzscheano, capaz de mutilar todo valor o moral y reducirlo a un espasmo de hecho, de facticidad desnuda y absurda. Lo que hay que plantearse es la cantidad de Sujeto que hay en la Máquina. Pero no su existencia, lo cual olvidan a menudo los que certifican la muerte de todo sujeto.
Este lugar entendido como legitimación está, aparentemente, roto. No hay tal lugar para la filosofía, por tanto, podremos ser libres en el campo infinito de nuestro intelecto, pero no libres como sujetos sociales representantes de un sentido sin el cual el mundo externo no se puede definir. Sin entrar en si esta representación es necesaria, situémonos en la actualidad de su importancia: no hay sujeto, sólo variaciones cuantitativas en una red anónima sobre la que se construye algo.
Tejamos, como el que teje una bonita historia cuya verdad no es importante, sino sólo en cuanto que consigue hacer dormir al niño que habita en nuestras conciencias, una genealogía del espíritu: desde las alturas platónicas en las que duermen las Ideas, reducto del Dios bíblico inaccesible, hasta la encarnación hegeliana de la Idea por mediación de Cristo. El espíritu se corrompe justo en este instante, un instante sin duda incomprensible: Dios hecho hombre, es decir, el espíritu devenido carne, el espíritu devenido corrupción. Dios salva al hombre corrupto mediante su propia corrupción. Con los pecados de uno salva los pecados del otro. Y entonces el espíritu entra en la Historia. De manera general, seguimos en ella. O eso parece.
Hasta la llegada de Descartes. El cogito se levanta de su sueño corrupto para elevarse sobre la materia. Kant no podrá eliminar la influencia de Descartes, pero ahora el espíritu se ve de nuevo rebajado a su condición de mero fantasma. Hasta Heidegger el recorrido es el de un espíritu que, primero ser cognoscente y separado del mundo, procede a mezclarse poco a poco con él, (hasta el punto de que, en Kant, llega a crear el propio mundo); la mezcla es paulatina, pero irreversible. El mundo-cuerpo de Merleau-Ponty confirma lo que ya íbamos sabiendo. Y el corte epistemológico de Althusser dará voz a la sentencia de Foucault. El hombre ha muerto.
Arbitraria descripción genealógica la hecha aquí, sin duda. No nos importa. El que habla desde aquí no tiene lugar real para hablar, es hablado, como dice Lacan del Yo consciente, porque el hombre es ahora el objeto de sus componentes. Ellos sí son los sujetos. El sujeto es la Máquina. Con la diferencia de que la Máquina ha logrado desembarazarse del Sentido. La Máquina es el superhombre nietzscheano, capaz de mutilar todo valor o moral y reducirlo a un espasmo de hecho, de facticidad desnuda y absurda. Lo que hay que plantearse es la cantidad de Sujeto que hay en la Máquina. Pero no su existencia, lo cual olvidan a menudo los que certifican la muerte de todo sujeto.
1 comentario:
Es posible que filosofando no pongamos fin a una enfermedad del pensamiento. Ella debe seguir su curso natural, y la cura lenta es fundamental.
Wittgenstein.
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