Nos preguntamos si es posible una revolución. Nos preguntamos qué puede significar hoy el término revolución, si es que puede significar algo, y hasta dónde estamos éticamente implicados en la seriedad de su consideración y dónde tal seriedad deja de ser efectiva para convertirse en una mala comprensión de la actualidad. Y por último, hemos de preguntarnos si es posible la transformación de la realidad.
Cuando en el siglo XIX Kierkegaard afirma, con razón, el giro político del pensamiento, existe un núcleo de filósofos que se disputan las cenizas del sistema hegeliano; lo que llevan a cabo estos filósofos es la consideración de una praxis implícita en el sistema de Hegel que éste no podía haber llevado a cabo por sí mismo. Y de entre las cenizas de los neohegelianos se levanta la cabeza de Marx. Pero Marx mismo es hegeliano, y las sombras del sistema idealista aún acampan en el exterior de las filosofías de los más diversos autores, entre ellos el propio Kierkegaard.
La proposición de Marx es absolutamente jánica: allí donde afirma la posibilidad de la transformación de la realidad asume al mismo tiempo la necesidad del cambio: la propia necesidad adquiere la forma de la ley lógica, y el cambio pasa de ser utopía a convertirse en ciencia. Por supuesto, el sujeto universal no se destruye, queda intacto: ahora se trata de la clase proletaria, el protagonista que el Mesías ha elegido para la transformación del mundo. Lo que se supone transformación del pensamiento en praxis en Marx tiene un peso metafísico insoslayable; pero al mismo tiempo, tiene todo aquello sin lo cual no podría haber efectividad real de un ideal, a saber, la conservación del sujeto en sentido fuerte y la afirmación histórica de la necesidad.
Hoy el sentido de la revolución ya no puede invocar los antiguos dioses, pero mucho menos pretender una efectividad sin la trasposición de sus rituales. Lo que falta hoy en el sentido originario de revolución como emancipación es precisamente lo que provoca el rechazo más amplio de la cultura democrática. Pero la consideración de una conservación inédita del material revolucionario pierde sentido apelando a formas ideológicamente débiles que son el producto aún informe de la cultura postmoderna, que carece de fuerza debido a su juventud y a la dificultad en la que se encuentra tras haber abandonado la concepción moderna del mundo.
Lo que el revolucionario actual no quiere de todos modos es una vuelta a estructuras metafísicas fuertes (lo que en la cultura democrática se consideraría una potencia fascista), pero al mismo tiempo confía en su efectividad (no desde luego ya a la manera marxiana del desarrollo dialéctico de las leyes históricas). ¿Dónde queda, por tanto, la legitimidad del revolucionario postmoderno? ¿Qué sentido tiene hoy el socialismo? ¿Es posible una revolución? ¿Qué revolución?
El malestar de la sociedad actual, un malestar no precisamente nuevo, pero no por ello menos importante, ha generado sin duda nuevas líneas de fuga que de algún modo podríamos llamar revolucionarias. Pero la cultura postmoderna es demasiado joven como para poder aunar en su pecho el capital de fuerza suficiente como para una unificación de las fuerzas y, al mismo tiempo, aceptar una transformación proveniente de este cúmulo de apocalípticos consistiría en una total distorsión de lo que hemos entendido hasta ahora como revolucionario.
Si la palabra revolución hace referencia a una simple transformación, entonces todo modelo político alternativo al dominante será revolucionario. Si, por el contrario, quiere ser una forma concreta y determinada de actuación, no podrá subestimar sus fundamentos metafísicos. En cualquier caso, la consideración actual de lo revolucionario se envuelve en la ambigüedad propia de quienes están arrojados de sus raíces, inmersos en un movimiento total que lleva la batuta en la consideración predominante del sentido. Después y bajo el calado de esa experiencia, hablar de revolución y al tiempo no caer en la ingenuidad se convierte en una tarea laboriosa por todo aquel que piense que algo así es aún posible.
Cuando en el siglo XIX Kierkegaard afirma, con razón, el giro político del pensamiento, existe un núcleo de filósofos que se disputan las cenizas del sistema hegeliano; lo que llevan a cabo estos filósofos es la consideración de una praxis implícita en el sistema de Hegel que éste no podía haber llevado a cabo por sí mismo. Y de entre las cenizas de los neohegelianos se levanta la cabeza de Marx. Pero Marx mismo es hegeliano, y las sombras del sistema idealista aún acampan en el exterior de las filosofías de los más diversos autores, entre ellos el propio Kierkegaard.
La proposición de Marx es absolutamente jánica: allí donde afirma la posibilidad de la transformación de la realidad asume al mismo tiempo la necesidad del cambio: la propia necesidad adquiere la forma de la ley lógica, y el cambio pasa de ser utopía a convertirse en ciencia. Por supuesto, el sujeto universal no se destruye, queda intacto: ahora se trata de la clase proletaria, el protagonista que el Mesías ha elegido para la transformación del mundo. Lo que se supone transformación del pensamiento en praxis en Marx tiene un peso metafísico insoslayable; pero al mismo tiempo, tiene todo aquello sin lo cual no podría haber efectividad real de un ideal, a saber, la conservación del sujeto en sentido fuerte y la afirmación histórica de la necesidad.
Hoy el sentido de la revolución ya no puede invocar los antiguos dioses, pero mucho menos pretender una efectividad sin la trasposición de sus rituales. Lo que falta hoy en el sentido originario de revolución como emancipación es precisamente lo que provoca el rechazo más amplio de la cultura democrática. Pero la consideración de una conservación inédita del material revolucionario pierde sentido apelando a formas ideológicamente débiles que son el producto aún informe de la cultura postmoderna, que carece de fuerza debido a su juventud y a la dificultad en la que se encuentra tras haber abandonado la concepción moderna del mundo.
Lo que el revolucionario actual no quiere de todos modos es una vuelta a estructuras metafísicas fuertes (lo que en la cultura democrática se consideraría una potencia fascista), pero al mismo tiempo confía en su efectividad (no desde luego ya a la manera marxiana del desarrollo dialéctico de las leyes históricas). ¿Dónde queda, por tanto, la legitimidad del revolucionario postmoderno? ¿Qué sentido tiene hoy el socialismo? ¿Es posible una revolución? ¿Qué revolución?
El malestar de la sociedad actual, un malestar no precisamente nuevo, pero no por ello menos importante, ha generado sin duda nuevas líneas de fuga que de algún modo podríamos llamar revolucionarias. Pero la cultura postmoderna es demasiado joven como para poder aunar en su pecho el capital de fuerza suficiente como para una unificación de las fuerzas y, al mismo tiempo, aceptar una transformación proveniente de este cúmulo de apocalípticos consistiría en una total distorsión de lo que hemos entendido hasta ahora como revolucionario.
Si la palabra revolución hace referencia a una simple transformación, entonces todo modelo político alternativo al dominante será revolucionario. Si, por el contrario, quiere ser una forma concreta y determinada de actuación, no podrá subestimar sus fundamentos metafísicos. En cualquier caso, la consideración actual de lo revolucionario se envuelve en la ambigüedad propia de quienes están arrojados de sus raíces, inmersos en un movimiento total que lleva la batuta en la consideración predominante del sentido. Después y bajo el calado de esa experiencia, hablar de revolución y al tiempo no caer en la ingenuidad se convierte en una tarea laboriosa por todo aquel que piense que algo así es aún posible.
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