La acción no es sino la desnuda verdad de lo que todas las demás actividades del hombre ocultan- todas las actividades que se quieren como algo distinto de la pura actividad, como algo que tiene su fundamento fuera de sí mismas. La acción descubre la inmediatez fría de la esencia humana, con todo su dolor, con todo su conocimiento.
La tesis básica de todo comportamiento intelectual reside en lo siguiente: no conocemos la verdad, -no sabemos-. En esto coinciden tanto aquellos que creen que no es posible conocer la verdad- los escépticos- como aquellos que consideran que es posible conocerla, y que por tanto la reflexión es el instrumento o la actividad propia para alcanzar esa verdad.
La negación de que la verdadera misión de la reflexión es ésta- conocer la verdad- no se explica fácilmente. Sólo el silencio explica lo que la palabra en su repetición continua- en sus caminos de bosque- nunca podría explicar; pero el camino es siempre una huida, una modificación, un exilio a propósito de algo más profundo que se sabe- pero que no se quiere reconocer.
Eso que se sabe es la verdad inmediata de la conciencia- no de los sentidos; la verdad que la conciencia, en su mera constatación de los estados de cosas dados, puede verificar. Después de esta verificación sólo cabe la actitud del silencio- Wittgenstein- o la negación de una explicación satisfactoria de ese estado de cosas. Lo que esta situación demuestra es que junto con la verdad que conoce inmediatamente la mera conciencia en la forma de la constatación, se da una deficiencia, una especie de incompletud que provoca una molestia esencial. El hombre no puede admitir la cruda realidad, no puede vivir en ella, (no porque sea incapaz de aceptarla, sino porque en la misma medida en que reconoce la verdad de su naturaleza, su propia naturaleza le impide aceptarla como tal), no puede, en fin, estabilizarse en la frialdad de su ser.
La frialdad del ser es la estabilización total del hombre, su perfecta adecuación con la naturaleza. Pero lo que conoce el hombre con la conciencia es su naturaleza nadiente- el hecho de que él mismo es una nada en continuo devenir. Las demás actividades humanas son sólo consecuencia de la evitación de ese dolor; la nada es un ser, sin embargo, es más, es el perfecto ser del cual el devenir es tan sólo una sombra. Lo que deviene nunca llega a ser, es un ser mutilado, pero su estabilización total es la mera muerte- lo absoluto, lo eterno.
Quizás ya conocemos la verdad, quizás ya conocemos la verdad demasiado bien. Pero no es posible aterrizar de forma tan placentera en esta Ítaca- no es posible porque Ítaca es la muerte, y su estancia en ella sabe de la nada de su esencia; éste es el motivo del desplazamiento eterno del hombre en la nadidad de su mera acción.
Pero mientras la reflexión oculta esta nadería mediante la ficción de que no ha encontrado la verdad- y así se da un trabajo, una excusa para evitar el vacío-, la acción lo demuestra espeluznantemente, sin matices, en su total crudeza. El nacionalsocialismo nos inspira esa repugnancia de enfrentarnos a nuestra verdadera esencia, a aquello de lo cual toda actividad humana es su huida, su banalización, su olvido. Porque el jardín de Edén no representa la vida perfecta, sino la esencia que subyace a la naturaleza humana. El jardín de Edén es la muerte realizada.
La tesis básica de todo comportamiento intelectual reside en lo siguiente: no conocemos la verdad, -no sabemos-. En esto coinciden tanto aquellos que creen que no es posible conocer la verdad- los escépticos- como aquellos que consideran que es posible conocerla, y que por tanto la reflexión es el instrumento o la actividad propia para alcanzar esa verdad.
La negación de que la verdadera misión de la reflexión es ésta- conocer la verdad- no se explica fácilmente. Sólo el silencio explica lo que la palabra en su repetición continua- en sus caminos de bosque- nunca podría explicar; pero el camino es siempre una huida, una modificación, un exilio a propósito de algo más profundo que se sabe- pero que no se quiere reconocer.
Eso que se sabe es la verdad inmediata de la conciencia- no de los sentidos; la verdad que la conciencia, en su mera constatación de los estados de cosas dados, puede verificar. Después de esta verificación sólo cabe la actitud del silencio- Wittgenstein- o la negación de una explicación satisfactoria de ese estado de cosas. Lo que esta situación demuestra es que junto con la verdad que conoce inmediatamente la mera conciencia en la forma de la constatación, se da una deficiencia, una especie de incompletud que provoca una molestia esencial. El hombre no puede admitir la cruda realidad, no puede vivir en ella, (no porque sea incapaz de aceptarla, sino porque en la misma medida en que reconoce la verdad de su naturaleza, su propia naturaleza le impide aceptarla como tal), no puede, en fin, estabilizarse en la frialdad de su ser.
La frialdad del ser es la estabilización total del hombre, su perfecta adecuación con la naturaleza. Pero lo que conoce el hombre con la conciencia es su naturaleza nadiente- el hecho de que él mismo es una nada en continuo devenir. Las demás actividades humanas son sólo consecuencia de la evitación de ese dolor; la nada es un ser, sin embargo, es más, es el perfecto ser del cual el devenir es tan sólo una sombra. Lo que deviene nunca llega a ser, es un ser mutilado, pero su estabilización total es la mera muerte- lo absoluto, lo eterno.
Quizás ya conocemos la verdad, quizás ya conocemos la verdad demasiado bien. Pero no es posible aterrizar de forma tan placentera en esta Ítaca- no es posible porque Ítaca es la muerte, y su estancia en ella sabe de la nada de su esencia; éste es el motivo del desplazamiento eterno del hombre en la nadidad de su mera acción.
Pero mientras la reflexión oculta esta nadería mediante la ficción de que no ha encontrado la verdad- y así se da un trabajo, una excusa para evitar el vacío-, la acción lo demuestra espeluznantemente, sin matices, en su total crudeza. El nacionalsocialismo nos inspira esa repugnancia de enfrentarnos a nuestra verdadera esencia, a aquello de lo cual toda actividad humana es su huida, su banalización, su olvido. Porque el jardín de Edén no representa la vida perfecta, sino la esencia que subyace a la naturaleza humana. El jardín de Edén es la muerte realizada.
1 comentario:
la verdad... los taoístas hablan de un pozo... La verdad es un saber ocultado, que no oculto... Acaso la actividad del que piensa es descifrar y ocultar: indiferenciadamente, sucesivamente, sin solución de continuidad... Hacer es como pensar, pero a cara limpia... De ahí esos tortazos de la vida que nos sonrojan... A veces el hombre se da vergüenza, otras da vergüenza... Ay, el pudor y el asco... Qué cosas tiene la verdad que nos sonroja o hace vomitar... Verdad, vértigo, vergüenza... hay prefijos que lo dicen todo en un abrir de ojos... saludos... pau
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