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miércoles, abril 09, 2008

La mala trascendencia

La supuesta superación de todo lo divino en el mundo ha conducido a lo que podría llamarse una mala trascendencia. Esta trascendencia tiene como peculiaridad la negación de los “estados de cosas”, de los hechos en su fría objetividad, de la supuesta claridad y ordenación de los objetos en el mundo, ideal nunca cumplido del filósofo analítico. La trascendencia no es ahora la esperanza del sentido, sino la ocultación del enigma, un enigma que ahora tiene un contenido cuanto menos temible, en la medida en que moviliza fuerzas que escapan a nuestro control.

El resultado inmediato de esta movilización oscura, de ese mecanismo que queda al margen de las decisiones del hombre cotidiano, es la propagación del error y la sospecha, en definitiva, la proliferación y la invitación a un comportamiento paranoico cuyas soluciones ya pone en marcha la propia máquina que se aprovecha del enigma. El enigma, en definitiva, no lo crea la máquina que se oculta tras el espectáculo de los meros estados de cosas del mundo, sino que más bien es un efecto lógico de la creciente complejidad del sistema, de la progresiva mutilación de los centros de sentido que crean como consecuencia el doble vínculo de la necesidad/posibilidad de ver en cualquier hueco la presencia fantasmática de aquello que ha desaparecido.

Pero es con la puesta en escena de la misma sospecha como comienza el espectáculo de la confusión. La sospecha misma es un síntoma de locura, pero un síntoma que obedece a una situación que comienza a mostrarse en toda su duplicidad, en toda su oscuridad. La cuestión de si detrás de la máquina hay un centro de sentido consciente inspira toda la trama novelística de la literatura de masas contemporánea. La cuestión de una fuerza consciente tras el entramado maquínico que nos sobrevuela puede o no puede ser de hecho una realidad, y puede o no puede interesar a la supuesta fuerza conspirativa. Pero lo que es un hecho es que el desplazamiento de los centros de sentido, la aniquilación de los centros de sentido, ha dejado un fantasma en el que todos estamos dispuestos a ver una fuerza de esa maquinaria que no podemos comprender.

La complejidad del sistema se ha convertido en una especie de invitación a la locura, a la especulación ilimitada. En este mundo, cualquier cosa es posible, cualquier conspiración es posible. Y es posible porque no podemos dejar de ser conscientes de que ha de haber algo implicado en la trama que desconocemos, porque nuestra ilusión de ver sujetos por todas partes se ha multiplicado con la ausencia propia de sujetos. Pero el estado de cosas actual obliga a considerar la duplicidad del pensamiento paranoico: como necesario y como paranoico, pues la estructura del sistema invita a ese pensamiento, es más, hace que su posibilidad entre dentro del dominio de lo razonable.

El hombre contemporáneo ha perdido el dominio que el moderno tenía sobre el mundo. La burocracia kafkiana de la descentralización maquínica ha inaugurado el dominio de un algo del que no conocemos ni sus deseos, ni sus intenciones, ni su sentido. Ese algo es una central activa de producción paranoica, donde las peores sospechas tienen su sentido y se imponen a veces como necesarias. Con la pérdida del dominio del mundo, el hombre ha dejado también de dominarse a sí mismo. Su decisión queda mutilada por el avance anónimo de una maquinaria que siempre le supera, y que oculta su identidad. Así es como el nuevo dios de esta época se ha hecho inmanente: un Jesucristo sin rostro, que amenaza en la oscuridad con movimientos que sólo podemos suponer. El enigma ha bajado de los cielos para inquietarnos en el lecho caliente del hogar.

sábado, abril 05, 2008

Antinomias de la revolución

Nos preguntamos si es posible una revolución. Nos preguntamos qué puede significar hoy el término revolución, si es que puede significar algo, y hasta dónde estamos éticamente implicados en la seriedad de su consideración y dónde tal seriedad deja de ser efectiva para convertirse en una mala comprensión de la actualidad. Y por último, hemos de preguntarnos si es posible la transformación de la realidad.

Cuando en el siglo XIX Kierkegaard afirma, con razón, el giro político del pensamiento, existe un núcleo de filósofos que se disputan las cenizas del sistema hegeliano; lo que llevan a cabo estos filósofos es la consideración de una praxis implícita en el sistema de Hegel que éste no podía haber llevado a cabo por sí mismo. Y de entre las cenizas de los neohegelianos se levanta la cabeza de Marx. Pero Marx mismo es hegeliano, y las sombras del sistema idealista aún acampan en el exterior de las filosofías de los más diversos autores, entre ellos el propio Kierkegaard.

La proposición de Marx es absolutamente jánica: allí donde afirma la posibilidad de la transformación de la realidad asume al mismo tiempo la necesidad del cambio: la propia necesidad adquiere la forma de la ley lógica, y el cambio pasa de ser utopía a convertirse en ciencia. Por supuesto, el sujeto universal no se destruye, queda intacto: ahora se trata de la clase proletaria, el protagonista que el Mesías ha elegido para la transformación del mundo. Lo que se supone transformación del pensamiento en praxis en Marx tiene un peso metafísico insoslayable; pero al mismo tiempo, tiene todo aquello sin lo cual no podría haber efectividad real de un ideal, a saber, la conservación del sujeto en sentido fuerte y la afirmación histórica de la necesidad.

Hoy el sentido de la revolución ya no puede invocar los antiguos dioses, pero mucho menos pretender una efectividad sin la trasposición de sus rituales. Lo que falta hoy en el sentido originario de revolución como emancipación es precisamente lo que provoca el rechazo más amplio de la cultura democrática. Pero la consideración de una conservación inédita del material revolucionario pierde sentido apelando a formas ideológicamente débiles que son el producto aún informe de la cultura postmoderna, que carece de fuerza debido a su juventud y a la dificultad en la que se encuentra tras haber abandonado la concepción moderna del mundo.

Lo que el revolucionario actual no quiere de todos modos es una vuelta a estructuras metafísicas fuertes (lo que en la cultura democrática se consideraría una potencia fascista), pero al mismo tiempo confía en su efectividad (no desde luego ya a la manera marxiana del desarrollo dialéctico de las leyes históricas). ¿Dónde queda, por tanto, la legitimidad del revolucionario postmoderno? ¿Qué sentido tiene hoy el socialismo? ¿Es posible una revolución? ¿Qué revolución?

El malestar de la sociedad actual, un malestar no precisamente nuevo, pero no por ello menos importante, ha generado sin duda nuevas líneas de fuga que de algún modo podríamos llamar revolucionarias. Pero la cultura postmoderna es demasiado joven como para poder aunar en su pecho el capital de fuerza suficiente como para una unificación de las fuerzas y, al mismo tiempo, aceptar una transformación proveniente de este cúmulo de apocalípticos consistiría en una total distorsión de lo que hemos entendido hasta ahora como revolucionario.

Si la palabra revolución hace referencia a una simple transformación, entonces todo modelo político alternativo al dominante será revolucionario. Si, por el contrario, quiere ser una forma concreta y determinada de actuación, no podrá subestimar sus fundamentos metafísicos. En cualquier caso, la consideración actual de lo revolucionario se envuelve en la ambigüedad propia de quienes están arrojados de sus raíces, inmersos en un movimiento total que lleva la batuta en la consideración predominante del sentido. Después y bajo el calado de esa experiencia, hablar de revolución y al tiempo no caer en la ingenuidad se convierte en una tarea laboriosa por todo aquel que piense que algo así es aún posible.