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lunes, octubre 29, 2007

Plasticidad ontológica

El olvido de lo Otro es la condición de posibilidad de toda filosofía, el límite insuperable en el que todo pensamiento queda enredado para poder llegar a ser pensamiento de algo. Y, sin embargo, el olvido no sólo condiciona la aparición de una filosofía, sino que, paradójicamente, también la hace imposible y parcial, en especial si entendemos la filosofía como una ciencia o un saber cuyo telos es la búsqueda de la verdad.

Al mismo tiempo existen condiciones en las que surge el olvido. La presencia y la habituación, la regularidad de los fenómenos hacen posible la formación reflexiva del pensamiento. Sin presencia constante y sin habituación se pierde la posibilidad de enraizar un discurso en el mundo de la vida; al mismo tiempo es la razón del olvido de la totalidad, el enfrascamiento en una de las maneras de la totalidad como si esa manera fuera la propia totalidad.

Con el olvido aparece la abstracción; ésta sólo es posible a costa de la memoria. Lo fenoménico y contingente es extrañamente eliminado de los ojos del pensador. Es cuanto menos curiosa esa insistencia del filósofo en preferir lo invisible a lo visible: de antemano se desprecia la mera contingencia de los acontecimientos y se busca una esencia que, no obstante, como muchos habrán de reconocer, sólo puede darse en el fenómeno.

Esta ambigüedad paradójica, esta forma de comprender lo invisible en lo visible, (pues no habría otra manera entonces de superar el hiato entre lo real y lo ideal), ha sido frecuentada a menudo por los filósofos idealistas alemanes, que pretendían encontrar en el fenómeno el concepto mismo realizado, a saber: Schelling y Hegel, uno igualando el arte y la verdad, el otro, haciendo de la apariencia el vocero mediático del Espíritu. Es la misma paradoja en la que se instala en general el pensamiento occidental. Parece que un extraño espejismo nos hiciera sucumbir en la parcialidad de nuestras vidas y a partir de ellas pudiéramos considerar la totalidad de la que fuimos arrojados. Pero no menos importante es el hecho de que, si bien la totalidad se hace tal para la conciencia que la piensa, toda totalidad se da en una conciencia; y aquí tenemos inaugurada la problemática filosófica que aún lucha con el dualismo para poder evadirse de sus garras obsesivas.

Esta paradoja no es acaso un problema de enfoque por parte del pensador. Es la misma estructura de la realidad la que toma esta forma, la que se quiere así en cuanto figura. Es por este motivo por el que no consideramos que el pensamiento de Hegel o de Schelling en este nivel sea mera verborrea especulativa. Al contrario, un pensamiento riguroso ha de moverse en ese nivel, tal y como ya percibió Heidegger en su alabanza de la ambigüedad.

La estructura de la realidad implica que existan unos ámbitos en los que un fenómeno se de como totalidad; he aquí donde aparece la ambigüedad que nos permite afirmar a un mismo tiempo dos tesis contrarias: la necesidad inviolable del olvido del otro como condición de un discurso filosófico, y la aparición fenoménica de la totalidad como incluida en la propia parcialidad, a saber: el hecho indubitable de que la totalidad se da particularmente y que la propia estructura ontológica de esta realidad es flexible, de modo tal que corrompe sus propios límites burlándose de toda lógica. Sólo el pensamiento representativo embiste contra los límites de esta forma plástica en la que se revela el auténtico movimiento de la realidad.

viernes, octubre 26, 2007

La sombra del ángel

La morbosidad del pensamiento no reside exclusivamente en su supuesta naturaleza enfermiza; no hay como tal una naturaleza enfermiza en la que no se manifieste, como la Idea de Hegel en el monumento artístico, el verdadero espíritu del hombre. Que se trate de la esencia misma del comportamiento humano elimina de hecho la consideración a priori de lo que entendemos por enfermedad.

Pero existe una doble vertiente en la consideración de la morbosidad en el pensamiento. El comportamiento del filósofo, y por ende, de aquel que ha decidido bajar hasta el fondo mismo de las cosas, experimenta una especie de placer ambiguo en el rastreo de ese fondo, en la conciencia de su nulidad. Pues en todo fondo esencial lo que como tal es esencial, lo que se autodefine de inmediato y se presenta con rotundidad indubitable es la propia nulidad, tanto del pensador como de la cosa pensada por ese individuo; lo que en el fondo de todo continuamente se realiza es la muerte misma del mundo, la destrucción sistemática de todo ser.

Lo que positivamente anima al filósofo en ese rastreo de la completa nulidad es la esperanza, la luz que necesariamente brilla en todo camino, en cuanto que camino, en cuanto que dirección hacia un objeto posible, pues todo camino remite por esencia a un término, aunque sea un término en todo caso fantasmal, una casa vacía donde no espera ningún padre benevolente. El camino en este caso ni siquiera posee como tal una vivienda de ese tipo, no por culpa expresa de la filosofía, sino más bien porque precisamente lo que hace el filósofo es “conocer”, y el conocer tiene siempre un objeto. En este caso el objeto del conocer es la muerte. Lo último que en nuestro camino pensamos, ya sea relativo a nuestra vida particular, a la vida del mundo en general, o a la esencia del conocimiento, está circunscrito por un último saber, por una última constatación: la liquidación absoluta de lo que existe.

El gran conocimiento de la muerte no consiste, como bien anota Jankelévitch, en conocer algo por primera vez, sino más bien, en constatar algo que ya se sabía de un modo nuevo y diferente. Pero esta muerte no es la muerte solitaria del individuo; no se trata esencialmente de nuestra muerte, sino de la muerte como principio y final de todas las cosas; la muerte del pensamiento y la muerte de la vida. Es la sombra del ángel de Benjamin, el surco infinito de la escoria que se levanta acongojando al sujeto espectador de ella. Pero en ese último levantamiento reside la, quizás, última finalidad del arte: la belleza en la destrucción, la destrucción realizada de forma bella.

Quizás el último regocijo del hombre, la única forma de rebelarse contra la muerte principio de todo ser, consista no en realizar una muerte bella, como pensaban los románticos, sino en constatar la facticidad de la muerte en toda la realización humana, a diferencia de las realizaciones cíclicas de la naturaleza. No se trata sólo de una actitud ante la muerte inevitable, raíz en realidad de la morbosidad misma del pensamiento. Es también la mejor forma de considerar positivamente lo que está destinado a perecer o que de hecho ya ha perecido. La sombra del ángel aún puede ser valorada por su eterno resplandor.

martes, octubre 23, 2007

La última noche de Friedrich Nietzsche

Al fondo, una lona gris oculta los largos bigotes del erudito, sus oscuras cejas encrespadas, como un alud de nieve en la fecunda cordillera. El silencio sostenido en el peso de los libros clama, es materia enorme que sólo un arcón húmedo sostiene, la negra biblioteca de arañas habitada y por rumiares lentos agitada.

Y allí luchan siglos de entereza, razón, violencia, actos singulares y eternos, asciende ceniza en pensamiento, rumor blanco que pide explicación de su existencia. Maúllan, gritan, protestan, reclaman los libros un sentido, una flecha, una luz pura y unida en sus rayos, un alto tallo de verdad inamovible, como una roca es entera y verdadera para el grillo que sólo puede en ella retorcerse Círculos de pensamiento negro aterrizan en la frente sabia, ocultan su paladar de instintos quejumbrosos, sus áridas nostalgias de otra vida más feliz, y sus ojos horadan cada sílaba enrojeciendo su vergüenza, de saberse sólo dueño de una letra, de un dato inacabable, de una simiente de hechos inconexos, frías estelas de vacío en el polvo y la cubierta manuscrita.

Bebe del vaso de vino una vez más en la gélida nocturnidad del que se sabe sólo y sin sentido, pues sólo él hace la historia, sólo a él puede contársela, sólo él en el manicomio universal, enredada galaxia solipsista que bulle de energía para elevarse indefinida, para arrastrarse hacia la pura nada, más allá mascullando las voces de lo ignoto.En un instante lóbrego suena la puerta, como un ataúd irónico abierto a la experiencia. Una sonrisa malvada emerge en la tiniebla. El decorado del saber irrumpe de pronto en la batalla, se declara la guerra en los ojos llameantes del que sabe.

Y allí escucha todas las voces reunidas de la historia, en un grito que gime incomprensiones, y el sabio rompe sus cabellos en el fuego fatuo de lo imaginario, y cree de pronto en la vida, en Dios, en la existencia, y ve, como un rayo que en un segundo de su luz captara toda la vida desde el inicio, el sucederse de los siglos y sus almas, en un solo tramo de tiempo y sentido, en una única chispa de materia.

Afuera llora la noche. Más acá un roedor musita su extraña sinfonía. Campanas al fondo de la iglesia endemoniada, y el licor brindando las almas innobles en el bar. Sólo en ese breve instante ha sentido el sabio lo que lleva siente el ser en su existencia.No hay nada ya que decir. Su córnea ha rebasado el límite que la albergaba. Brazos arrancados, labios que exhuman gris. Las piernas sobre la lámpara burlona. La ventana trae un murmullo de viento diabólico, una presa en el aire de un alma impura y maligna.
Vuelan palabras sin cesar en la maldita habitación, y de vez en cuando una malvada sonrisa que sabe ejecutar el sentido de la vida y ordenar meticulosamente las palabras que lo dicen. Hay sólo una combinación, y es la misma de la que viven las estrellas. Y su opuesto es ahora el cerebro confundido del sabio, su acción es locura, precipitación y desvarío, y arroja los libros a las llamas, en la noche incomprensible. Es su entrada en la locura.Sopla un viento gris en esta tarde. Unos pájaros miran impasibles las nubes colgadas en el torreón. La ventana de la biblioteca gime deliciosa. Y la vida sigue su curso imparable.


domingo, octubre 21, 2007

La caja de Pandora

Si lo que define tradicionalmente a la filosofía es el discurso sobre el mundo, o un discurso sobre éste que sea lo suficientemente amplio como para fundamentar con cierto rigor la abstracción de la totalidad y poder hablar de ella, entonces resulta claro que actualmente nos encaminamos a una pérdida de esa definición filosófica, y que entonces sólo queda como tal una metafilosofía, una reflexión acerca de la propia filosofía que tiende a expandirse en dirección contraria a lo que tradicionalmente ha sido ésta.

En realidad, lo que hizo la filosofía fue abrir ya una brecha que no ha hecho sino hacerse cada vez más compleja, y que ha ido a la par con la propia complejidad del mundo humano en su evolución. La primera brecha es la ruptura con el mito o al menos con la tradición religiosa en Grecia; allí surge la doble dirección de un pensamiento que se adentra en sí mismo al tiempo que se aleja de lo doctrinario como tal, de aquel discurso que por su esencia es cerrado, monolítico. Ello comporta la fundamental paradoja de la filosofía: su intento por sustituir el discurso mítico o religioso al tiempo que concibe su trabajo como un ahondamiento progresivo e indefinido sujeto a un movimiento tendente a la verdad, que como progresión indefinida resulta cada vez más un límite en el horizonte que de todos modos es inalcanzable.

Verdad y trabajo en el ahondamiento son por ello los elementos que hacen de la filosofía una tarea paradójica. Pero mientras se mantenía cada vez más débil, y sin embargo, siempre igual de necesario, un concepto de la verdad, el trabajo del ahondamiento liberaba en el hombre una conciencia cada vez más compleja de su propio ser, una extensión del universo de la verdad que le iba a costar más trabajo sintetizar. El giro copernicano en filosofía introduce ese elemento de alejamiento que hace por segunda vez al hombre aún más solitario de lo que ya estaba; la revolución ilustrada rompe por segunda vez con la tradición, esta vez ejemplificada por la metafísica tradicional cuyo inaugurador desfasado era el gran especulador Aristóteles; y sin embargo no por ello el contenido de la filosofía era más claro. En realidad se caminaba por un peligroso margen que dio lugar a los más grandes de los escepticismos.

Aún cuando pareciera que ya no era posible desatar más cabos con relación a una tradición, entendida como una cosmovisión o explicación-comprensión de la totalidad de las cosas, todavía se logró un paso más con el ataque general al cartesianismo y al concepto del alma o de la conciencia como centro rector de la voluntad. Es verdad que la sociedad ha evolucionado también de manera más compleja; es imposible encontrar un centro teológico allí donde las estructuras sociales y sus jerarquías son cada vez más oscuras.

Parece por lo tanto que estos dos factores vayan parejos, y mientras una sociedad geográficamente delimitada y rigurosamente jerarquizada puede mantener su panteón de dioses y sus ritos reguladores, un mundo que se extiende separándose de sí mismo a cada paso sólo puede generar una desestructuración progresiva de todo tipo de doctrina o de comprensión global de la existencia. En efecto, la consecuencia de todo ello es el escepticismo con respecto del discurso filosófico entendido tradicionalmente. El filósofo ha desatado una caja de Pandora que necesariamente iba de la mano con las decisiones humanas en los terrenos más básicos de su organización vital. A medida que el hombre se aleja de su relación con el cosmos, y penetra en los fundamentos de su alma, también esta se le aparece como un objeto de cálculo que hay que superar; la penetración en los secretos del mundo se convierte paulatinamente en una disgregación de los conceptos que harían posible un discurso de ese mundo; del alma pasamos al cuerpo; del cuerpo, a los elementos que lo forman, y finalmente, a la pérdida de la palabra.

La imposibilidad de estructurar un discurso acerca del mundo no es, por ello, culpa del filósofo. Es que ese mundo del que los griegos querían encontrar la llave que lo abriera se ha convertido en una red infinita de relaciones impenetrables. Así como la galaxia está en constante separación de sí misma, así el universo mental de la conciencia tiene su propia disgregación. Quizás haya que pensar en que se ha hecho tarde ya para perseverar en el sentido tradicional del discurso filosófico.

martes, octubre 16, 2007

Decisionismo teológico

El inicio de lo que habitualmente llamamos nihilismo se puede situar con certeza en las cercanías del giro copernicano, más en concreto, en la filosofía de Kant, que por fin termina con la metafísica tradicional y con la suposición de un mundo trascendente que lograba fundar su independencia de las sensaciones y los pensamientos del sujeto. La paradoja es que, en términos estrictos, ya la doctrina del Antiguo Testamento encierra interesantes características sobre la naturaleza divina que convergen con la presencia del sentimiento nihilista occidental, por ejemplo, en el decisionismo de Carl Schmitt.

El Dios judaico-cristiano, como bien sabemos, se opone en su constitución y naturaleza a la de los demás dioses tradicionalmente paganos, ya sea en la mitología griega, cuyo peso moral se debe al Estado más que a la espiritualidad propia de cada individuo enfrentado a Dios (Kierkegaard, los estoicos de influencia cristiana), ya sea en el resto de las cosmologías como por ejemplo la azteca, en la que también se contempla en cierta manera un tiempo circular que se opone a la concepción cristiana. En realidad, en los aztecas, como en los griegos, existe una especie de naturaleza débil del dios que está sometido al círculo absoluto de la naturaleza y que no puede ejercer como tal la absoluta soberanía. Los aztecas han de mantener a su dios solar con la sangre de los mejor dotados con el objeto de que este sol mantenga el universo en amenaza de disolución. Los dioses griegos, por otro lado, son famosos ya por sus debilidades humanas; en ambos casos el concepto de divinidad nada tiene que ver con un solo Dios absoluto, y se entiende que fuera requisito legal y moral del judío el repudio del politeísmo, pues solamente el monoteísmo podría satisfacer las exigencias de un Dios todopoderoso y único.

¿Cómo se conecta esta idea del Dios todopoderoso con la del "sujeto todopoderoso" que encarna el Estado decisionista de Carl Schmitt? Se trata nada más de ejercer el poder que anteriormente poseía exclusivamente Dios; el decisionismo se opera justamente cuando los cargos atribuidos a Dios corresponden ahora al Estado o al sujeto. La filosofía de Carl Schmitt lleva a lo primero; la de Kant a lo segundo, y todo parece indicar que ello sienta las bases de lo que llamamos nihilismo. Volver el argumento del revés nos produce la curiosa sensación de que en la religión judaica se oculta una profunda negación de la razón clásica pagana, y ello por varios motivos.

En primer lugar, la creación ex nihilo divina supone una alteración y una desobediencia al principio griego clásico del respeto por la physis. No es el dios el que emerge del ciclo natural infinito, sino la misma existencia del mundo la que emerge de él. La irracionalidad de esta explicación consiste en que no cabe imaginar el motivo por el que una Substancia Absoluta "decida" crear (¿y cómo crear desde la nada? diría un griego), un mundo perfecto. El argumento para rebatir esta objeción es que Dios hace todo por "amor": crea a sus hijos por amor a sus hijos (¿pero es que los hijos eran algo distinto de él?), y esta explicación formula una terrible paradoja, que no es sino la distinción entre Dios creador y sus criaturas, el límite en el que la criatura deja de pertenecer a la voluntad divina para devenir independiente.

En el juego de la creación divina se realiza con una perfección inusitada el decisionismo como tal. Dios, independiente de toda regla y norma universal, (pues Él es la norma y la regla), crea, a la manera del genio romántico, el mundo por puro amor. Pero también en ello se adivina algo sobre la naturaleza de esto último. Y es que el amor conserva esa raíz profundamente instintiva y decisoria por la que el amado se refleja en aquello que ama. Sin embargo, la exigencia de poder absoluto de Dios niega el principio del amor. Hay que esperar a la llegada de Jesucristo para redimir al propio Dios de su absolutismo decisionista.

domingo, octubre 07, 2007

Morbosidad del pensamiento

Quien define al hombre por su esencia pensante está condenándolo al mismo tiempo que mintiendo sobre él, en la medida en que el pensamiento no se concibe sino por una especie de regularidad informe que se alza sobre las cosas en actitud de justicia y superioridad; y sin embargo esto es lo que menos define al pensamiento. Hablar así del hombre supone condenarlo a la innegable dimensión morbosa del pensamiento, la morbosidad del pensamiento, el extraño ímpetu que domina a veces a los hombres llevándolos a oscuras geografías donde otra estancia que no fuera el propio juicio se habría llevado las manos a la cabeza en actitud de escándalo.

Como tal, el pensamiento es inevitable; su razón de ser no está precisamente en él, el movimiento de los acontecimientos lo genera sin que exista la posibilidad de prescindir de su ayuda y al tiempo nos arroja a su maquiavélico juego, en el que se confunde el objeto definido como finalidad con la sombra que siempre evoca ese objeto, nunca en la forma de la presencia, sino siempre como esperanza, como ideal regulativo, en el que la supuesta regularidad del juicio y su linealidad temporal consciente esconden un abismo de incalculables proporciones, una espiral que constantemente niega su propio recorrido, y en ese abismo lo que urge no es tanto su intangible solución como la necesidad de no perderse en las cavernas del silencio.

Nacido de la espesa trama de la vida, el pensamiento ha conseguido no obstante superar el umbral que le ligaba a la experiencia inmediata, y en ese mismo trono es donde también pueden crecer con mayor facilidad las perversiones de aquel, donde se le da la oportunidad de tomar su poder en la forma más despótica que quepa imaginar. El hijo del pensamiento rompe el vientre de su madre la existencia y en nombre de sí mismo inaugura la nueva vida de su limbo particular en la que la representación de las cosas sustituye a esas mismas cosas, en la que la óptica y la visión comprenden la totalidad de los objetos sobre los que ese ojo demoníaco se posa con frecuencia inusitada.

Este hijo violento ha arrebatado a la carne el dominio de los acontecimientos, con la promesa de componerlos más tarde en el seno propio de las más altas cimas espirituales, con el sacrificio de la inmersión absoluta y sin condiciones en la vida, siempre asegurando para nosotros el destello puro de la trascendencia y la plenitud. En nombre de Dios se levantó un día el pensamiento, en nombre de la superación de Dios pensamos un pensamiento aún más alto, por tanto, un fuego más divino que lo propiamente divino, y el juicio ilustrado confió en su frágil estructura para llevar a cabo una odisea de la que aún no hemos salido. Hemos destruido, en efecto, a Dios, pero no hemos sido capaces de sustituir el fantasma de oquedad que su infinita presencia había provocado; hemos confiado en la fuerza propia de un juicio quebradizo e inestable, que se alimenta en efecto de una experiencia vital no menos frágil e inestable.

El pensamiento es inferior a la vida sólo porque cree poder superar las fragilidades que ésta conlleva, pero la esencia de la vida es la misma esencia del pensamiento. Sus rostros y máscaras sólo se diferencian en la luz que cae sobre ellas, en una especie de rotación en la que la máscara de una nunca coincide totalmente con la otra, pero en la que se intercambian rutinariamente sus papeles, al igual que el sueño y la vigilia, el bien y el mal, la noche y el día. La morbosidad del pensamiento es la morbosidad propia de la vida cuando ésta deja de aparecer como vida. El sustrato es el mismo: el dolor, la experiencia universal del dolor de la que no escapa el pensamiento ni la vivencia; el dolor que surge naturalmente de la decisión, ya en la forma falseada del juicio que busca la verdad o de la propia experiencia de la verdad, que acarrea males al hombre al tiempo que eleva su alma. La distancia infinita entre la vida y el pensamiento se fragua en la tensión contradictoria que los emparenta al tiempo que genera el odio entre ellos mismos. En esa tensión es donde verdaderamente se realiza el hombre.