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domingo, septiembre 09, 2007

Maldición del Génesis

Aquello que se vincula a lo eterno y que trasciende los estados de cosas del mundo es al mismo tiempo lo puro individual, lo concerniente al sujeto mismo. Sólo existen dos opciones en este sentido: o bien hay un sentido supraeterno y global que desde el exterior informara del valor de nuestra vida y del mundo en el que existimos, o bien no existe tal valor (Wittgenstein) y entonces el juicio del valor nacería desde nuestra propia subjetividad y quizás, moriría en ella, con lo que en cierto sentido perdería su propia legitimidad.

El caso sin embargo es el siguiente: no existe sin duda tal suprasentido, y lo objetivo como pura neutralidad de acontecimientos en el mundo es la máxima expresión de lo objetivo en cuanto tal; ahora bien, el sentido de lo objetivo no señala otro mundo distinto a aquel que se agota en su propia facticidad. El mundo del sin-sentido entendido como negación total del mundo de los hechos, el mundo de la fantasmagoría escatológica de los relatos causales e ideológicos, en los que el valor no es sólo un fantasma sino una realidad superior, no sólo es invisible y refractario a la realidad por principio, sino que es más importante y más valioso que la realidad como tal en su existencia irrefutable.

El problema por tanto reside en esta dificultad para conciliar propiedades tan opuestas dentro de la misma existencia de lo ideal. Lo ideal es por un lado lo único que da coherencia al todo de los estados de cosas, al tiempo que aquello que por su textura ontológica tiende casi a la evaporación. Lo ideal cobra su existencia empírica en la corporalidad singular del sujeto; el nudo corredizo de lo ideal termina en lo más puro singular y contingente, pues toda contingencia venida a la existencia realiza lo ideal y tiene un vínculo con eso ideal. Esta unión es de por sí paradójica e inextricable, pero al mismo tiempo necesaria. La ciencia como tal no puede nunca forjar una ética; lo ético que es superior en el sentido de que ello proporciona el criterio y el valor de un hecho, es sin embargo inferior en cuanto a su propia existencia como hecho, como dato más allá de las percepciones subjetivas o del criterio individual. Pues el valor máximo de la vida en realidad no depende de un criterio exterior y legible para todas las conciencias. Esa es la diferencia entre nuestro sufrimiento y el sufrimiento de los demás, entre el sentido de nuestros actos y el sentido de los actos de los otros, entre la perspectiva y el sentido de nuestra muerte y el del resto de los hombres.

Y a pesar de ello, el mero dato palidece frente a la experiencia de la primera persona. El dato exterior disminuye en su propia superioridad y precisamente a causa de ella. Es como si lo esencial en el hombre fuera virtualmente irracional, como si el sentido se cosechara sembrando un profundo sinsentido. Ese sentido, ese criterio de aquel que en primer lugar ha desmontado los primeros pliegues de las cadenas causales que otorgan y constituyen una legitimidad imperturbable se va desprendiendo de su corteza a medida que la reflexión ahoga su propia realidad. El pensamiento que cava más hacia el fondo descubre que incluso el sentido de su propia vida se encuentra en un jaque perpetuo, que las relaciones significativas más profundas yacen colgadas como frutos a punto de caer de un árbol que se pudre, que en definitiva él se halla sólo o que su conciencia misma no tiene como tal un límite desconocido (Dios), y que una vez recorrido el camino no queda ya autoridad posible en la que descansar el peso insoportable de un sentido que supere la mera individualidad del sujeto solitario.

Lo que descubre este sujeto es lo siguiente: que la relación más significativa de su propia existencia ha de partir del propio órgano que buscaba tal relación; que la independencia moral del sujeto supone al mismo tiempo el desgarro y el ostracismo en la soledad ontológica más terrible que se pueda imaginar; que su absoluta singularidad es al tiempo una arbitrariedad opaca al mundo en el que vive. Sólo la violencia y el poder instauran un sentido temporalmente valioso, sólo lo público hace quizás recordar una batalla que de antemano está perdida. Si el sujeto renuncia a la creación de su propio sentido, no quedará de él sino la objetividad helada de los hechos del mundo. Lo objetivo es real y superior porque está continuamente observado por esa frágil conciencia finita de lo humano; pero lo que como tal es objetivo pasa a disposición del silencio, de la muerte, de lo que en su suprema actualidad se funde en la pasividad absoluta de lo inmóvil y de lo inexistente propiamente dicho.

Por tanto, la forma superior de la objetividad es la muerte; lo propiamente vivo tiene como esencia la fragilidad de su auténtico caminar; lo que está en manos de la muerte pero que aún no ha muerto es en concreto ese ser a medio camino entre la objetividad pasmosa de la muerte objetiva y el hachazo final de la nihilización. Quizás entonces el sentido no pueda ser tampoco para el hombre ni esa idealidad exterior ni tampoco un mero decisionismo subjetivo; nuevamente el destino del hombre se fragua en la mediación irresoluble, en el tránsito de un lugar inhóspito a un lugar aún más inhóspito.


En ese camino frágil el hombre ha de ser de continuo consciente de su necesidad intrínseca de sentido que trascienda la mera decisión y la tortuosa textura de su propia espiritualidad. En esa mediación tiene lugar propiamente el pensamiento, y en consecuencia, la dialéctica infinita de su devenir dentro de los límites propios de su existencia exterior. El precio de la inteligencia es despertar a esa ruta de dolor y trabajo infinitos, el trabajo del Génesis, que es la misma esencia paradójica e irracional del pensamiento. La irracionalidad esencial de todo pensamiento estriba por tanto en que su última determinación no coincide con su finalidad ideal. Pues el final del pensamiento es precisamente la experiencia residual de su errático camino.

viernes, septiembre 07, 2007

La torre del vigía

La filosofía es el dominio de la búsqueda y por la misma razón el de la pérdida, el método cuya esencia es la búsqueda continua y en esa medida su propia perdición. Sin embargo, ello no supone que la mera pérdida del camino, o realizar aquel camino que en sí mismo lleva a la perdición, sea una pérdida real. La pérdida real hay que buscarla aún más atrás si cabe, en el dominio de la vivencia de la existencia, donde no se ha sustraído camino alguno que recorrer, donde no hay camino porque no existe escisión que lo haga necesario.

El camino supone en sí mismo ya una selección de la totalidad. La abstracción de esa totalidad se llama óptica o reflexión y supone una actitud y una posición en cierta manera privilegiada con respecto de la totalidad englobante. Pues la óptica puede no ser adecuada, pero, al igual que los puestos de vigía, es difícilmente accesible para el otro ajeno, para el que de inmediato desea hacer diana en el corazón del vigilante, y en esa medida toda actitud que esencia abstrayendo la totalidad de la vivencia es segura: segura como pura formalidad, como lugar de recreo silencioso para el alma que navega.

Este lugar de recreo puede ser lo más errático del mundo para aquel que también está posicionado entre todas las cosas que forman el mundo y que nos rodean de manera directamente agresiva; pero no para aquel que ni siquiera se ha esenciado en una posición espacial en ese mundo de manera que éste aparezca como objeto pensable. La cuestión del mundo se reduce a la cuestión de una esencialización arbitraria del mismo que sea lo suficientemente pensable como para que nuestra razón nos procure un ánimo lícito para sobrevivir. Pero tal arbitrariedad es sumamente cara. Por eso todo camino errático es mucho más acertado que el que ni siquiera tiene un camino.

No tener un camino es en realidad vivir inmerso en las cosas que de otro modo serían objetos para el pensamiento, convirtiéndose en sujetos vivos, influyentes, de manera que el mundo da la impresión de aparecernos como un todo animado en m0vimiento y activo que sólo es pensable en esa medida, lo que quiere decir, en fin, no pensable. Ese mundo como tal no se piensa, y ello supone una agresión al yo que trata de evadirse de él para encontrarse con él más tarde en la forma menos lasciva e inmoral del pensamiento.

Pero quien ya tiene su propia torre, desde donde mira apacible la noria lowriana del mundo danzando con sus fuegos en este lado y en el otro, sin ritmo ni sentido, pero lejana de su angustia, no tiene un lugar más o menos cercano a la verdad como tal. No está más cerca ni más lejos que los elementos que lo componen. El hombre religioso que basa su vida en la doctrina escatológica de su ideología, no está más cerca ni más lejos de la verdad que el filósofo ácrata e irreverente que denuncia toda manera de religiosidad. Ambos trabajan desde sus puestos y por tanto hacen funcionar la misma maquinaria, y en ese juego de relaciones e intercambios de esa noria insufrible que es el pensamiento en su masticación prolongada de la vida, se dan los fenómenos de la verdad y de la falsedad.

El caminante errático ya conoce lo que quiere encontrar: esa es la verdad de toda formación intelectual posterior al momento irreducible de la existencia en carne viva. Su yerro lo puede salvar o condenar, como la vivencia de la existencia puede salvar o condenar al que se sumerge en ella; pero el que con una voluntad injustificada reclama todo para sí, no está más cerca de la verdad del perturbado; ambos conocen los elementos donde ya siempre se están moviendo. La búsqueda es irresoluble porque su final incesantemente caminado ya siempre ha superado el movimiento propio del inicio fundamental, que es lo que realmente activa y da sentido a la finalidad de su existencia.